miércoles, 27 de mayo de 2015

APUNTES ETICOS II.


¿TIENE LA ÉTICA ALGUNA UTILIDAD PARA LA VIDA?. A PROPÓSITO DE UN ENIGMA DE F. NIETZSCHE.

Que la moral es útil para la marcha y la pervivencia de la sociedad está a la vista de todos. Sin la aceptación a gran escala de unos criterios mínimos sobre lo bueno y lo malo, lo aceptable e inaceptable, sin el respeto de ciertas normas morales y la correspondiente vigencia de usos públicos conformes a ello, la convivencia social sería prácticamente inviable y la vida personal de todos y cada uno de los miembros de la sociedad no sería menos insoportable. Se da frecuentemente el caso de que la sociedad en su conjunto o partes de ella sufren una “crisis de valores” y se pierde la confianza sobre lo que está claro o debería estarlo, de la misma manera que en situaciones desesperadas sigue fluyendo la vida colectiva como si fuera posible arrastrarse por el fango del inframundo, así cuando las colectividades conservan cierto pulso cotidiano en medio de las guerras y las catástrofes, o cuando se ven envueltas en persecuciones, genocidios y todo tipo de bajezas. Aún en estos casos extremos se procura conservar un mínimo de pautas malviviendo con la esperanza de que llegarán tiempos mejores y las aguas volverán a su cauce. El horizonte interminable de un mundo desolado, sin vida en común y sin perspectiva de mejora, parece humanamente inimaginable. La vigencia y el cumplimiento de la ley tampoco parecen posibles si falta el aliento moral, la voluntad colectiva de la que emana teóricamente cualquier derecho y legalidad. Todos sabemos que donde faltan las virtudes cívicas el derecho es una farsa.
Hasta tal punto hay acuerdo sobre esto que se tiende a concebir la moral como un instrumento y un invento destinado a conservar la unidad social, de modo que la moralidad, privada de su utilidad y valor instrumental, quedaría sin razón de ser. La tendencia a concebir las normas, valores y usos morales desde premisas utilitaristas es la lógica consecuencia de estos supuestos, con lo que vemos en ello expedientes de los que se vale el egoísmo colectivo y las necesidades de la cooperación social. El hombre moral es el que de antemano se aviene a asumir la cooperación social como principio de su conducta personal, moderando con ese fin sus impulsos egoístas. Resulta en ese marco pertinente preguntarse sobre la utilidad de proceder moralmente desde un punto de vista personal. ¿No es tan evidente como lo anterior que según demuestra hartamente la experiencia no pocos de los que obran inmoralmente a sabiendas encuentran ventajas en su comportamiento?. ¿No estamos hartos de preguntarnos por el sentido de un mundo que tiende a castigar al inocente, incapaz como es de reparar una mínima parte de las injusticias que en él se producen?.
El principio utilitarista de que conviene más a todos vivir moralmente, o con un mínimo de moralidad, y que por tanto todos debemos seguir conductas morales y aceptables socialmente, supone que quienes siguen este principio pueden percibir, o tienen la expectativa de percibir, un beneficio personal. El problema se plantea entonces en términos de si el seguimiento de las pautas morales es útil personalmente. Supuesto que la sociedad funcione en mayor o menor medida, y que por tanto se siguen ciertas pautas morales, tiene sentido preguntarse si es beneficioso a título personal comportarse justamente y de forma moral. Parece como si cada uno tuviese que decidir si le conviene más ser un elemento social o antisocial a la luz de las circunstancias particulares de su vida. Sócrates y Kant entrevieron el dramatismo que subyace al problema de la motivación moral. Fundar esta exclusivamente en la conveniencia social y derivar la moralidad de las necesidades de la cooperación social conduce a un círculo vicioso y un callejón sin salida desde el momento en que el individuo ya es miembro de la sociedad y no se puede plantear realistamente el problema en los término de que de su decisión depende la posibilidad de la vida social y por ende su supervivencia personal. Esto sólo procede imaginativamente pero sin visos prácticos.
El asunto pertinente es si la moralidad tiene un fundamento ético o si basta la utilidad social. Tanto Sócrates como Kant defendían lo primero tan radicalmente que podían llegar a la conclusión de que la ética no tiene deuda alguna con la moral, en el caso de que entendamos por ética lo referente a la estricta integridad personal y la moral a la bondad de las relaciones con nuestros semejantes. Como es sabido para Sócrates uno no puede vivir sin un mínimo de integridad personal, pues si uno se sabe indigno e inmoral se ve emplazado a existir como si estuviese enajenado, fuera de sí mismo, o más explícitamente como dice H. Arendt conviviendo con un malhechor. Esto ofrecería una explicación razonable al tan constante autoengaño por el que nos aferramos a ignorar los principios morales que nos deberían guiar. Por su parte Kant pone el dedo en la llaga al no poder encontrar un motivo suficiente por el que sea preferible actuar racionalmente o egoístamente, según su terminología, salvo la consideración de la dignidad y autoridad de la razón. Con ello el comportamiento ético no sólo carece per se de recompensa y hasta de utilidad sino que se caracteriza por esta incondicionalidad de hacerse sin búsqueda de provecho. Se podría así aceptar que la moralidad pudiese ser útil e incluso necesaria para la convivencia social pero de ninguna manera la ética, es decir el cuidado de la dignidad personal.
Si se acepta que la moralidad es indispensable en vistas a la cooperación social, hay que asumir la paradoja de que esta necesidad no vincula personalmente si uno puede montarse su vida inmoralmente. Así lo que vale para la sociedad no tiene por qué valer para cada individuo en la medida que éste pudiera aprovecharse de las ventajas de una sociedad que funciona con un mínimo de moralidad y legalidad. Por eso ante la imposibilidad de admitir esta vía es preciso suponer que la moralidad tenga al menos en parte una fundamentación ética.
Desde un punto de vista humano el problema no es tanto si puede subsistir una sociedad sin un mínimo de moralidad, es decir de consenso sobre comportamientos buenos y malos, aceptables y rechazables, pues lo importante para el hombre no es subsistir sino vivir bien, de forma digna y humana. ¿Podría soportarse una sociedad que pese a subsistir fuera manifiestamente infrahumana y sobre todo que no tuviese visos de llegar a serlo?, ¿podrían las personas vivir sin esperanza de que fuera reconocida y respetada su dignidad, como si la tierra fuera un inmenso Gulag, un gheto de sí misma?. La razón de que esto es imposible está en la misma necesidad insoslayable de la ética en cuanto que cuidado por la dignidad humana, la imposibilidad de vivir sin sentirse lleno de dignidad. En lo fundamental la posición de Sócrates y Kant es impecable por distintas razones: porque según Sócrates no podemos vivir sabiéndonos indignos, sólo podemos vivir ocultándonos nuestra indignidad; porque según Kant siempre en el fondo nos creemos buenos y pensamos que nuestra maldad se debe a las circunstancias que nos han desviado a nuestro pesar del buen camino.
¿Pero por qué la ética tiene un valor propio sin el cual sería irrelevante la vida humana?.
H. Arendt llamaba la atención sobre el hecho de que quienes rechazaban los crímenes nazis ofrecían como razón que “no podían admitir” tales actos. Esto nos pone sobre la pista de que la dignidad humana se construye sobre lo que no podemos bajo ningún concepto o circunstancia hacer ni consentir, antes que por lo que tenemos que hacer. Decimos en efecto que no podemos hacer tal o cual cosa pero no decimos en términos éticos que podemos hacer esto o lo otro, en lugar de ello cuando hablamos en términos afirmativos decimos que debemos hacer esto o aquello. Creo que hay dos razones plausibles para ello. En primer lugar lo que no podemos hacer o admitir aparece de forma nítida e indiscutible, pero no así lo que podemos hacer, entendiendo en este caso el poder como la preparación para algo y no la mera posibilidad. No sabemos nunca de lo que somos capaces en relación al bien por lo que no constituye el ser capaces, el poder para, la seña de la identidad ético y por consiguiente del proceder ético teniendo que ponerse en lugar de ello el deber ser. Una de las razones por las que la eticidad se expresa prioritariamente en términos normativos y de deber es el hecho de que nuestra capacidad hacia el bien queda indefinida. Si fuera tan claro aquello de lo que somos capaces en vistas al bien como de lo que no podemos, sobraría la coacción interna que expresa el deber como traducción de la necesidad de la acción.
En segundo lugar el no poder tiene predominio sobre el poder porque marca el límite de nuestra integridad. Hacer aquello respecto a lo cual uno no puede hacer lleva consigo la propia negación como sujeto moral, es el no poder vivir consigo mismo que se expresa con la culpa, la vergüenza y el remordimiento.
En términos éticos hay que distinguir entre nuestra condición de persona por la que gozamos de dignidad como seres libres, y nuestra responsabilidad ética por la que nos encontramos en la tesitura de estar a la altura de nuestra libertad. Lo que nos define en este sentido no es tanto lo que podemos sino lo que no podemos, aquello que de aceptarlo nos aniquilaría. ¿Pero qué decide ese “no poder”? Su origen no es ninguna norma ni autoridad externa, ni mucho menos una elección personal en base a un sistema de preferencias. Elegimos asumir no poder hacer o admitir, pero la convicción de lo que no es posible es una fuerza interior que nace al unísono que nos abrimos a lo que tiene valor. La fuerza de lo no posible éticamente es relativamente variable en su configuración histórica pero brota de un tronco común como es el valor de la persona, siendo así que se nos presenta como no posible lo que contraviene la raíz de la persona en su dignidad y libertad.
La moral en cuanto normas y usos socialmente buenos y admisibles no procede sólo de la necesidad de salvaguardar la cooperación social, también expresa las necesidades de vivir humana y dignamente de acuerdo con la eticidad. Que este aspecto tienda a quedar sepultado bajo las necesidades prácticas que llevan a priorizar los usos tendentes a funcionar más eficazmente y procurar la continuidad de los niveles de vida establecidos, no impide que sea un elemento indispensable del orden moral. En cierta manera la vocación de la eticidad es guiar la dirección de la cooperación social insuflando a la moralidad de su más elevado sentido. Pero como las urgencias y exigencias de la vida cotidiana sólo admiten esa dirección de forma harto condicional y quebradiza, y como, a pesar de ello, la moralidad no puede dejar de reflejar esas exigencias (por ejemplo actualmente es ilustrativo el caso de “lo políticamente correcto” versión posmoderna de la beatería y el puritanismo) hay una tendencia natural a que la eticidad, como impulso natural hacia la dignidad, se petrifique en la moralidad y esta sólo se reconozca nominalmente en la eticidad.
Esta propensión de la moralidad hacia lo rutinario y convencional mereció la feroz repulsa de F. Nietzsche, para quien, por cierto, no cabe distinguir entre la moralidad y la eticidad, entre la conveniencia social y el impulso a la dignidad humana. Mientras proclama la utilidad de la moral para la sociedad, de la que sería su guardián conservador, ve en ella al mismo tiempo el obstáculo más importante para la vida. Como es bien notorio, o debería serlo, la vida es para Nietzsche el impulso interno de la cultura, la fuerza creativa que eleva la cultura hacia valores superiores. La moral en tanto que esclava y salvaguarda del orden social es, por contrapartida, el principal anestesiante de la vitalidad cultural. ¿Pero tiene sentido desnudar la moralidad del aliento de la eticidad circunscribiéndola a la conservación de las conveniencias sociales?. La propuesta nietzscheana se basa en la posición de fondo de que ni la moralidad ni ninguna forma de vida tienen ningún fundamento absoluto y sólo expresan un momento del juego entre la conservación y creación de valores. Así la moral invierte el orden destinado al incremento de los valores al hacer depender este incremento de la aquiescencia general de la sociedad, con lo que queda tal posibilidad condenada al fracaso, pues la sociedad sólo aspira conservarse. Pero si apostamos por que la eticidad tiene su propia fuerza en la vida humana, nos podemos preguntar de igual manera si esta tiene utilidad para la vida entendida en los términos nietzscheanos. Es decir si es necesaria no sólo para la civilización sino también para la cultura. ¿Es comprensible la cultura y en particular la creación artística sin la motivación ética, sin el impulso interior a dignificar al ser humano?. ¿No es esta profundización el vector secreto que mueve a sentir y expresar en las mas formas más diversas más altos valores de los actuales?. No digo que ese sea el leit motiv de la cultura, ni el incentivo exclusivo para elevarnos a valores superiores, pero es parte necesaria e imprescindible. Al fin y al cabo la dignidad humana no descansa sino en la condición de estar abiertos a lo valioso y con ello a incrementar el valor de los bienes presentes elevándolos hasta valores superiores. Para Nietzsche ese impulso es la vida misma, su misma raíz, que se sostiene así misma y, por decirlo así, utiliza al ser humano para incrementarse. Es el hombre el que ha de estar a la altura de la vida y no viceversa. El hombre aparece así al servicio de la necesidad de la cultura como producto autónomo que se retroalimenta incesantemente. Pero en la perspectiva de Nietzsche no es fácil aceptar algo que podría ser obvio, que el movimiento de ser más propio de la vida, el incremento del valor, no es otra cosa que la expresión interior de la humanidad del hombre. No estamos ante un simple utensilio de la vida por necesario e indispensable que parezca, sino ante el poder de sentir los valores y por tanto de darles en esta forma virtualidad. ¿En qué forma se mueve sino la cultura y la creación humana?



lunes, 18 de mayo de 2015

APUNTES ÉTICO POLÍTICOS. SOBRE LA FILANTROPÍA


La filantropía, el amor a la humanidad para promover su mejora, es una ideología ilustrada que de alguna manera tomó el relevo de la caritas cristiana adaptándola a los tiempos de la secularización. Supone la humanidad como un todo al hacerla a esta objeto preferente frente al resto de la naturaleza y al considerarla también como posible objeto de tratamiento y reforma. Para los filántropos lo esencial es la reforma de las costumbres y las relaciones en la creencia de que de estas dependen las cualidades morales y la forma de ser moral de las personas. En este punto dista mucho del cristianismo originario que entendía la mejora del hombre como resultado de la transformación interior personal, predominando esto sobre los efectos que pudieran tener las buenas acciones. Al ser bueno con el prójimo uno se hace mejor, con independencia de que eso haga mejor o no al prójimo, pues esto no depende de uno mismo, o al menos de forma decisiva. Pero la idea roussoniana en la que se basa la filantropía moderna y contemporánea, aun en nuestros días con nuevas caras, de que la mejora de la organización de la sociedad lleva consigo devolverle al hombre su buen corazón supone, como defendió Dostoievsky, tomar a la persona como un caso de una idea universal y que la acción política tiene por objeto en último extremo el corazón de la persona. Así uno de los grandes y macabros delirios de la filantropía contemporánea lo expresaba el Che Guevara cuando decía en serio que la finalidad de la revolución social es crear un “nuevo hombre”. El problema último de la ética práctica, la concordia entre uno mismo y su buen corazón, es en sí mismo independiente de la sociología y de la psicología, pues sólo depende de uno mismo. Esto cuesta de aceptar porque en el fondo es bastante angustioso. Tenía razón Maquiavelo cuando pensaba que la política nada tiene que decir respecto a la bondad moral de los hombres, aunque esto se halla tomado como si la política fuera inmune a las reglas morales y a los criterios de moralidad. Por eso por muy perfectas que sean las reformas y las transformaciones sociales esto no afecta al nudo de la libertad personal en el sentido moral, sino a las condiciones de vida colectivas y a las posibilidades del ejercicio de la propia libertad. Creo que se entiende fácilmente que estos principios elementales no desvirtúan el valor de la acción política y social, sino que la sitúan en su verdadera dimensión por la que puede ser útil y beneficiosa, es decir el cuidado de las relaciones sociales y el fortalecimiento y mejora de las instituciones colectivas. No se trata de hacer mejores a los hombres sino a sus instituciones, porque las personas sólo puede recurrir a estas, incluso cuando se proponen ser mejores.

domingo, 26 de abril de 2015

ADMIRACIONES Y ALARDES


Como es bien sabido, no pocas veces la admiración por lo ajeno o lo diferente esconde el resentimiento hacia lo propio. Y eso se nota especialmente cuando esa admiración es desmesurada y se hace alarde a diestro y siniestro. En el caso de la admiración que en algunos suscita la cultura islámica, o más bien en general la civilización islámica, se suele exhibir no tanto los posibles valores de esta religión del libro y del estilo de vida que patrocina, sino las aportaciones de la alta cultura islámica, especialmente la filosofía, la metafísica, la teología, así como sus avances científicos y matemáticos. Se destaca además el ambiente de tolerancia y hasta libertad en que se movió, así como su adelanto en dos siglos a la cultura cristiana occidental. Aquí se cae a veces en la caricatura: de un lado la claridad que envolvería a esta alta cultura y con ello, según se supone, la cultura islámica, de otro el reino de tinieblas y superstición de la edad media cristiana. Pero no es menor la resistencia a examinar las razones de que este avance no llevara consigo la modernización de esta civilización, en contraste llamativo con el camino hacia la modernidad que tomaron las sociedades cristianas, especialmente las occidentales. El asunto es extremadamente complejo, pero sirvan algunas pistas, limitadas, eso sí, al mundo de las ideas.
En primer lugar la alta cultura islámica, nacida al amparo de la cultura bizantina y no a partir del impulso religioso del Islam, constituyó un microclima resguardado en las cimas de la sociedad islámica sin apenas relación con la marcha general de la sociedad y de la cultura vigente. Los poderes gobernantes la ampararon y estimularon como signo de prestigio y grandeza, al igual que el lujo o los harenes. No es de extrañar que cuanto más débil era el poder político más se invocaban estos signos de autoridad que probarían que estos gobernantes serían elegidos de Alá. Tenemos en España el caso de las Taifas. Si bien la ascendencia de los sabios y los filósofos fue notable en las Universidades islámicas, las madrazas, su influencia se refería a la formación personal de las élites gobernantes y religiosas más que a la doctrina y filosofía de vida. A diferencia de ello la alta cultura cristiana creada y canalizada a través de la Iglesia y las Cortes primero y las Universidades después, estuvo en una relación orgánica con el resto de la sociedad y la cultura.
En segundo lugar la filosofía y metafísica islámica fue también un microclima intelectual dentro del conjunto de la cultura islámica, es decir la religión. Como es notorio asumió el modelo platónico-aristotélico de la realidad, que profundizó en parte, pero sin modificarlo en lo fundamental. También ocurrió así con la alta cultura cristiana, pero mientras la filosofía islámica buscó la coexistencia con el credo religioso, la filosofía cristiana busco la fusión con este credo en busca de un paradigma único. Aparentemente la solución islámica es mas moderna, pero no debe entenderse en este sentido de separación entre ciencia y religión. El pensamiento cristiano al tratar de fundir o poner en relación los principios de la fe y de la razón se vio obligado a revisar ambos, abriendo un campo ignoto a la duda y la incertidumbre. El pensamiento musulmán apenas afectó, no ya a los dogmas de la fe, sino al sentido de esta. En el caso más extremo Averroes no pudo ir más allá que a reclamar el derecho de la razón a seguir su camino, dejando inmutable el imperio de la fe en la vida humana y no es de extrañar que, con todo, la influencia de Averrores fuera el occidente cristiano. Por eso mientras el pensamiento filosófico cristiano creó una dinámica que llevaba a modificar la imagen del mundo, del hombre y de Dios, el pensamiento filosófico musulmán apenas influyó en la imagen del universo del hombre y de Dios estipulada por el credo islámico. Así los posibles puntos de fricción carecían de trascendencia al estar el pensamiento islámico intelectualmente encapsulado.
En tercer lugar el pensamiento islámico no se vio apremiado a abordar las contradicciones y tensiones que sufría el pensamiento cristiano al ser centro del mismo el drama de la libertad humana y su relación con la creación y la providencia divina. Para afrontar esto, el pensamiento cristiano se vio obligado a ir más allá del modelo platónico-aristotélico, mientras que el fatalismo que propiciaba el credo coránico invitaba a acomodarse en este modelo. Es así paradójico que mientras la fusión del modelo clásico griego con el cristianismo condujo a la superación del mismo y a la formación de los paradigmas científicos y ético-políticos característicos de la modernidad, la coexistencia de este modelo con el credo islámico condujo al anquilosamiento del pensamiento árabe y al inmovilismo del estilo de vida islámico.
El Islam ha demostrado una extrema flexibilidad y pragmatismo para acoger y encauzar las necesidades constantes de la vida humana compaginando, de forma eficaz y sencilla, materialidad y espiritualidad, pero a costa de muy escasa perfectibilidad interior, pues ya es un modelo de vida perfecto y acabado que el hombre debe obedecer. Aunque en estas condiciones la filosofía, que es el arte del cuestionamiento racional, pudiera florecer ocasionalmente, sólo podía hacerlo como las especies exóticas de un jardín, llamadas a mostrarse en ocasiones excepcionales. Y así cuando falta esta motivación el jardinero puede cansarse. Viene al caso por ello la paradoja de que la alta cultura islámica haya influido más en la cultura occidental cristiana e incluso judía que en en el mismo Islam.
Claro que esta argumentación parte del supuesto de que la modernidad que ha protagonizado Occidente es algo valioso, salvadas las pegas que toda obra humana merece, especialmente porque propone la perfectibilidad de la humanidad, aunque sea fácil equivocarse en el camino. Quien piense que la modernidad es un traspiés o una desviación del estado de perfección en el que siempre podemos estar, tiene motivos para no ver el anquilosamiento de la alta cultura islámica y el alejamiento del Islam de la modernidad como un problema. Siempre queda en todo caso achacar a los otros, es decir a nosotros mismos en algunos casos, la responsabilidad por las dificultades que con estado de perfección o sin él acarrean la marcha de las cosas y de la historia.