“El árbol de la vida” de Terrenc Malick me ha parecido la película más
atrevida y desconcertante de nuestro tiempo. Aborda una temática inaudita con
un desbordamiento estilístico rayano en la temeridad, alcanzando la perfecta
simbiosis característica de una obra consumada. Por la temática, orbita en el
universo de los Dreyer, Rossellini y si se me apura Bergman.
Sería muy rácano reducir esto a un cine religioso, si se considera tal una visión religiosa del mundo y de la vida o el subrayado de una doctrina de este tipo. Estamos más bien ante la imposibilidad de que el hombre se evada de su ser espiritual, y asistimos así en estas obras a lo que es la vida desde la perspectiva del espíritu. En el caso de Mallick no estamos ante una historia que muestre lo que es la vida en alguno de sus puntos críticos sino que la historia contada es la vida desnuda y desnudada en la única ocasión que esto es posible, cuando queda interrogada desde el fracaso y la perdida. Más formalmente es un entrelazamiento de los puntos críticos que constituyen la vida de todo ser humano, tal como los vive su protagonista desde el crecimiento hasta la madurez expuestos como una sucesión de documentos. Una peripecia indisociable del aprendizaje y el reconocimiento. Pero más que un argumento de planteamiento, nudo y desenlace, se despliega una sinfonía con el tema único de la salvación y la redención que se expande y contrae al ritmo del aparecer de los puntos críticos que hacen de la vida un drama que puede ser liberador o desesperante: el enfrentamiento a lo que no tiene respuesta. Sólo la herida profunda e incurable, en este caso la muerte imposible de un hermano y un hijo, nos pone en la necesidad de contarnos lo que somos, de hacer un relato de nosotros mismos. ¿Se puede vivir sin ese relato?, ¿pero es posible un relato mínimamente consistente si lo que le puede dar sentido se muere en el silencio?. ¿Tiene que refugiarse todo interrogante que deambule por lo más grave en el ruego y la ilusión de un falso consuelo?.
Sería muy rácano reducir esto a un cine religioso, si se considera tal una visión religiosa del mundo y de la vida o el subrayado de una doctrina de este tipo. Estamos más bien ante la imposibilidad de que el hombre se evada de su ser espiritual, y asistimos así en estas obras a lo que es la vida desde la perspectiva del espíritu. En el caso de Mallick no estamos ante una historia que muestre lo que es la vida en alguno de sus puntos críticos sino que la historia contada es la vida desnuda y desnudada en la única ocasión que esto es posible, cuando queda interrogada desde el fracaso y la perdida. Más formalmente es un entrelazamiento de los puntos críticos que constituyen la vida de todo ser humano, tal como los vive su protagonista desde el crecimiento hasta la madurez expuestos como una sucesión de documentos. Una peripecia indisociable del aprendizaje y el reconocimiento. Pero más que un argumento de planteamiento, nudo y desenlace, se despliega una sinfonía con el tema único de la salvación y la redención que se expande y contrae al ritmo del aparecer de los puntos críticos que hacen de la vida un drama que puede ser liberador o desesperante: el enfrentamiento a lo que no tiene respuesta. Sólo la herida profunda e incurable, en este caso la muerte imposible de un hermano y un hijo, nos pone en la necesidad de contarnos lo que somos, de hacer un relato de nosotros mismos. ¿Se puede vivir sin ese relato?, ¿pero es posible un relato mínimamente consistente si lo que le puede dar sentido se muere en el silencio?. ¿Tiene que refugiarse todo interrogante que deambule por lo más grave en el ruego y la ilusión de un falso consuelo?.
La fuerza de la película no radica tanto en la exposición de este drama,
sino en la incitación a que el espectador se lo apropie interiormente. El
relato, que cuenta el desfondamiento de todo relato y su presunta vacuidad, se
ofrece como guión de las intentonas que cada espectador puede ir haciendo al
sentirse reflejado. Lo que destaca en ese guión es la confrontación entre la
comunicación y el silencio: de un lado el fracaso de la comunicación que aboca
en el silencio, hace del silencio el signo de la más impotente hostilidad. Así
cuando el protagonista ausente, el hijo que ha de morir se rebela contra su
padre con la peor de las maldiciones gritándole: “¡cállate¡”. Es el fracaso de
toda la vida, el punto de no retorno de la película. Luego el rememorar es un
angustioso silencio que sólo se sostiene con un preguntar silencioso e
incomunicable sin respuesta. Parece que se le da la razón a Wittgenstein cuando
proclamaba que lo más grave e importante rebasa los límites del lenguaje y por
ende del mundo. El autor sostiene narrativamente el silencio en las imágenes que
sugieren la trascendencia, los límites irrebasables desde los que el hombre se siente bombardeado sin
parapeto posible. Pero sobrelleva la esperanza con la musicalidad que susurra
siempre la posibilidad de una respuesta. El protagonista que trata de encontrar
un relato sólo puede ayudarse de fragmentos prestados del lenguaje bíblico ancestral
del que está formado buena parte de nuestro universo simbólico. En este intento
de recuperación algo empieza a tener significado. ¿Es la misma búsqueda de esta
comunicación consigo mismo lo que salva la comunicación humana, lo que revierte
la incomunicación en la que se hunde la existencia?. Las preguntas del
protagonista parecen ser las de la película y las del drama de la humanidad. El
autor ha puesto en acción la interrogación sobre la proporción entre el ritmo
de la vida humana y el ritmo del universo al que esta pertenece. Nada puede ser
más arriesgado de expresar, sobre todo cinematográficamente. Porque el
espectador necesita del cine para evadirse.
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