En un popular programa nocturno de TV el padre Ángel manifestó en una
entrevista unas ideas que por lo cándidas e inauditas resultan revolucionarias
si bien se repara en ellas, pero es difícil que esto ocurra porque el espectador
una vez que queda cogido por la sorpresa
necesita inmediatamente desenredarse y volver a la normalidad de lo ya sabido.
El padre Ángel expresó su confianza en la solidaridad de la gente y manifestó a
este propósito un par de ideas, sino revolucionarias sí al menos a completa corriente de lo que
estamos inclinados a pensar.
La primera es que el mundo nunca ha sido tan
solidario como ahora y la segunda que cree en el espíritu solidario y la buena
fe de los gobernantes en el convencimiento de que estos están empeñados en
perseguir el bien común. Lo primero puede hasta ser halagador para el público
que se siente parte del mundo presente y protagonista de este espíritu
solidario que el padre promueve de forma tan eficaz como loable. Pero también
cualquier persona que sea parte del público ve el mundo y su sociedad a través
de las noticias e imágenes que
diariamente le ofrecen los medios y el panorama no resulta precisamente
halagüeño. Un mundo tan efectivamente solidario no parece compatible con las
injusticias y miserias sin fin que atosigan a cientos de millones de personas y
destrozan la convivencia de pueblos enteros en un círculo infernal sin aparente
remedio. Pero se puede invocar que, aunque no se pueda impedir el mal y el
dolor, sí que la humanidad está cada vez más presta a remediarlo una vez que
surge. Al fin y a la postre una de las ventajas de los medios y en especial la
red al “virtualizar” la solidaridad, es facilitar la colaboración e
involucración personal sin apenas sacrificio para quien lo hace, y esto sin
duda que tiene grandes efectos en el campo de la solidaridad. A través de la
red y de las campañas mediáticas además el espectador puede convertirse en
actor anónimo y abrir un espacio en su vida a ejercitar su buena voluntad y sus sentimientos humanitarios, cosa que en las
relaciones corrientes de trabajo y de la vida social apenas tiene cabida. Indirectamente
la red nos hace mejores personas, o por lo menos nos permite sentirnos de esa
manera. Cualesquiera que sean sus razones, seguramente al padre Ángel le ha
debido convencer más su rica experiencia práctica en la que palpa de una forma
privilegiada la disposición humanitaria de sus semejantes, que consideraciones
teóricas de este u otro tipo y esto vale
especialmente para la segunda parte.
La afirmación de que nuestros gobernantes y en general los políticos son
solidarios y sensibles al mal ajeno suena en principio a una broma socarrona o
a una treta piadosa de quien sabe por la experiencia de la vida de la
importancia de los gobernantes y de los políticos para que la caridad solidaria
siga su buen curso, y lo conveniente que resulta un poco de halago y palinodia,
pero siempre sin pasarse. Creo sin embargo que en su afirmación predominaba la
sinceridad hasta el punto que debería mover a la reflexión. Porque es digna de
tal una idea tan contraria a lo que se ha tornado un tópico en el que están de
acuerdo el noventa por ciento de los ciudadanos cualquiera que sea su condición
e ideología, y en mayor medida cuanto más preocupados y concienciados sobre la
cosa pública estén. Cualquiera que se precie ve en la corrupción, la codicia y
la insensibilidad de los políticos y los gobernantes la causa de nuestros males
y lo que es peor considera que la vocación del político es forrarse e incluso despreciar
el sentir de la gente si esto le beneficia a él y sus amigos. Lo mismo cabría
decir del círculo de los poderosos en general. Quizá también se pudieran dar
algunas razones elementales que aunque contrarias a la experiencia común que
muestra y demuestra hasta la saciedad lo emponzoñadas y turbias que bajan las
aguas de la vida pública y de la economía, pudieran avalar la confianza que
muestra el padre Ángel. Por ejemplo, resulta incoherente atribuir a los
representados probas virtudes solidarias y a sus representantes el más vil
empeño egoísta como único motivo de conducta, cuando los primeros han elegido
libre y voluntariamente a los segundos y
tienen la oportunidad de desdecirse en el momento oportuno. Por otra parte es
evidente que en las sociedades avanzadas buena parte de la ocupación del Estado
y de los poderes públicos es asegurar un mínimo de servicios, condiciones y
oportunidades con carácter general y especialmente para los más débiles, tarea
a la que se destinan gran parte de los impuestos de los ciudadanos y de las funciones
de la administración. Habría que suponer algo de buena voluntad a los
gobernantes aunque sólo sea por el contagio de sus obligaciones. También puede
valer la presunción de que quieren obrar honestamente y con vocación de
servicio público igual que esto se supone a los jueces, policías, médicos,
profesores, bomberos y cualquier servidor público en general, siendo en este
sentido inocentes mientras no se demuestre lo contrario. Pero seguramente estos
argumentos resultan muy vacíos y abstractos como para que hayan motivado el
convencimiento del padre Ángel. Parece como si este convencimiento brotara de
una experiencia recóndita y casi inefable de la naturaleza humana. Por ejemplo
un prueba de esta experiencia es la afirmación de que la soledad es la
enfermedad más grave que puede sufrir una persona y especialmente una anciano..
La fuerza del padre Ángel no deriva de la doctrina y la teología sino de la
experiencia viva de su fe. Esta experiencia confirmaría la fe inquebrantable en
la bondad del género humano y de cada persona en particular como reflejo de la
fe en la bondad divina. Cuando extiende este convencimiento que le ofrece la
experiencia diaria a toda la gente en general todo parece en orden, ¿pero no es
una ingenuidad hacerlo a quienes a la vista de todos no parecen en buena
sintonía con lo mínimo éticamente exigible?. ¿Avala la fe este salto?.
Hay que reconocer en la afirmación del padre Ángel una coherencia de la que
carece Rousseau, inspirador del buenismo contemporáneo, cuando sostenía que el
hombre “solo” es bueno en soledad, pero malo en sociedad. Quizás jamás algo tan
desafortunado haya encontrado tanta fortuna. Por su parte el cristianismo ha
vivido atravesado por esta contradicción entre la bondad que el hombre tiene
como criatura privilegiada y la evidencia de su afición y abandono al mal y al
egoísmo. Por eso, más allá incluso de lo que dijo, hizo y enseñó Jesús, sus
seguidores se han sentido obligados a justificar esta contradicción recurriendo a la influencia de algo tan
inefable como el pecado original. Al fin y al cabo el misterio del mal es un
misterio inefable. La Ilustración moderna y sus seguidores modificaron los
términos pero no la ecuación y la fórmula al sustituir la disposición moral por
la organización social, viendo en la mala organización de la sociedad y no en
la inclinación personal hacia el mal, la causa de tantas y tan devastadoras
desviaciones contra nuestros semejantes. La creencia ilustrada de que se podía visualizar
el origen del mal como se sigue la aparición de un catarro ha enredado más el
problema de fondo, aunque haya permitido notables avances materiales.
Parece como si el padre Ángel volviera al mensaje cristiano prístino al
confiar en la capacidad humana para el bien, cualquiera que sean las
circunstancias en las que vive o incluso cuando más desfavorables estas sean. El
asunto presenta unas aristas ética-metafísicas muy espesas y casi inabordables,
pero es aleccionador para ciertas cuitas ético-políticas. Dos apotegmas
inconmovibles del subconsciente colectivo por estos lares y en estos tiempos son
que la buena política proviene de la sensibilidad y la buena voluntad de los
gobernantes y que la eficaz protección de los necesitados depende de que los
gobernantes tengan un acendrado sentido de la justicia y la igualdad. Así valdría
la inversa: la mala política es producto de la insensibilidad y la mala fe; la
insuficiente protección de los necesitados es producto de la injusticia de los gobernantes
y de sus sórdidos intereses. A la inmensa mayoría le cuesta admitir que en
materia política valga el dicho, que tan bien se admite para lo cotidiano, de
que el infierno está empedrado de buenas intenciones. Dentro de nuestra cultura
latina cala muy profundamente la idea de que la buena o mala política es la
consecuencia de un posicionamiento moral, sea este favorable a los necesitados
y en general al bien común o sea por el contrario favorable a los intereses
particulares y a los reclamos de los poderosos, en cuyo caso se tratará, claro
está, de inmoralidad lacerante. Pero aun así en toda la cultura occidental, por
no remontarnos al mundo de Confucio, no ha dejado de buscarse la clave que
conecte con acierto la moralidad del gobernante y la salud de su política.
Desde Platón, hasta los consumados liberales que protagonizaron la revolución norteamericana,
pasando por Seneca, Maquiavelo, Castiglione, Gracián, el padre Mariana e
incluso los liberales ingleses, se ha puesto el acento en la conjunción entre
las virtudes del gobernante y su dominio de las reglas del arte político, el sano
equilibrio en suma entre moralidad y conocimiento práctico. Pero ya desde la
revolución francesa priva la fe en las ideologías, de modo que una política
buena y justa resultaría de la aplicación de la ideología correcta. Al político
se le mide por su posicionamiento ideológico, dándose por supuesto que esto
conlleva ya una determinada posición y valor moral. Así cobra forma el modo de
ver de los grupos sociales y relevancia las corrientes de opinión. Para las
izquierdas la insensibilidad de las derechas obedece a que su ideología
legitima los intereses de los económicamente poderosos y pudientes; las derechas
contraatacan achacando a la izquierda las ganas de aprovecharse de la frustración de los
desposeídos para disfrutar del poder. Aunque ya no rijan las condiciones
económicas y sociales que dan sentido a este esquema y este se resquebraje y relativice,
no es fácil encontrar fórmulas alternativas. Mientras se tilda a los políticos
de ser una clase o secta aparte de la
sociedad y de la gente, persiste una cierta fe residual, sino en las ideologías
químicamente puras de antaño y en los políticos que las representan, sí al
menos en que son la condición mínima de la acción política.
En este punto la aparentemente beatífica impresión del padre Ángel sobre la
buena fe de los políticos y su sentido solidario refleja el peso creciente de
la caridad en la vida pública, sobre lo que se entiende tradicionalmente por
política. Con el peligro de incurrir en eufemismo, la nueva caridad es la
propia de la solidaridad horizontal y espontánea de las ONG. Lo curioso es que
tienen estas que ir de la mano de la Administración, sin lo cual este
movimiento sería prácticamente inviable. Las zozobras del Estado de bienestar y
la socialización del sentido de la justicia
renuevan el protagonismo de la caridad y de la iniciativa personal que se ha de
ocupar de limpiar los rincones y cerrar los tapones y boquetes de la acción
institucional. Paradójicamente uno de los principios inspiradores del Estado
del bienestar es que las instituciones públicas se ocupen de lo que antes era
un asunto librado a la disposición personal de los individuos. Esto se ha hecho
con creces y acreditada eficacia. Pero no es sólo ahora la crisis lo que
resucita la iniciativa personal, parece que, por mucho que el Estado mejore su
capacidad de ofrecer prestaciones y servicios, siempre va a quedar por detrás
de las necesidades cada vez más crecientes de muchas capas de la población. Es
una evidencia que la maquina ciega del progreso, y no puede ser más que ciega, crea
muchos más problemas de los que puede resolver y que cada solución trae consigo
problemas superiores.
El peso creciente de la caridad se proyecta inevitablemente sobre la visión
colectiva de los deberes de las instituciones. Igual que las ONG adquieren un
papel creciente de servicio público, se ven las instituciones del Estado de
bienestar como si cumplieran servicios caritativos. Es lógico que se mida en
suma la política desde los parámetros que rigen la caridad aun en su forma
renovada y a considerar la acción política en función de la moralidad de los
políticos. Todo este panorama refuerza la idea de que la buena política es
consecuencia de las buenas intenciones, y de que si hay mala política es porque
hay malas intenciones. Como muchos políticos dan sobradas muestras de
inmoralidad en los asuntos públicos y como en política cuando las cosas van mal
los últimos que pagan son los primeros pecadores, al contrario de lo que se
supone que pasa en el cielo en el que los últimos serán los primeros, la idea
moralista de la política no puede más que reafirmarse hasta la extenuación.
Creo que el padre Ángel apreciaba la buena fe de los políticos al hablar desde
la perspectiva de la acción caritativa, ámbito en el que la buena fe es
suficiente por escasos medios que se dispongan. La acción caritativa por muy
formal que llegue a resultar en algunos casos tiene la virtualidad de revelar
el buen corazón que late en cada persona, y advierte lo que hay de persona en
cada cual, incluso el político. En la medida que la acción del Estado tiene una
componente caritativa, el político puede hacer un hueco para ejercitarse como
persona, cualesquiera que sean las reglas del ejercicio del poder. Pero el
pueblo sólo puede ver los resultados de ese ejercicio en su piel y en la de sus
vecinos, y cuesta comprender que cuando vienen mal dadas haya dentro de los gobernantes
y políticos en general un corazón capaz
de latir al unísono de los corazones de sus semejantes. Tal vez la falta de
sintonía solo sea aparente. Creo que el padre Ángel aspira a que se respete el
ámbito de la caridad, mientras que el pueblo, inevitablemente más ingenuo, pues
cada uno está en sus asuntos, quisiera que la política se rigiera por las reglas
de la caridad y la fraternidad.
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