jueves, 9 de enero de 2014

LA FILOSOFÍA DEL PADRE ANGEL.




En un popular programa nocturno de TV el padre Ángel manifestó en una entrevista unas ideas que por lo cándidas e inauditas resultan revolucionarias si bien se repara en ellas, pero es difícil que esto ocurra porque el espectador una vez que  queda cogido por la sorpresa necesita inmediatamente desenredarse y volver a la normalidad de lo ya sabido. El padre Ángel expresó su confianza en la solidaridad de la gente y manifestó a este propósito un par de ideas, sino revolucionarias  sí al menos a completa corriente de lo que estamos inclinados a pensar.
La primera es que el mundo nunca ha sido tan solidario como ahora y la segunda que cree en el espíritu solidario y la buena fe de los gobernantes en el convencimiento de que estos están empeñados en perseguir el bien común. Lo primero puede hasta ser halagador para el público que se siente parte del mundo presente y protagonista de este espíritu solidario que el padre promueve de forma tan eficaz como loable. Pero también cualquier persona que sea parte del público ve el mundo y su sociedad a través de las noticias e imágenes que  diariamente le ofrecen los medios y el panorama no resulta precisamente halagüeño. Un mundo tan efectivamente solidario no parece compatible con las injusticias y miserias sin fin que atosigan a cientos de millones de personas y destrozan la convivencia de pueblos enteros en un círculo infernal sin aparente remedio. Pero se puede invocar que, aunque no se pueda impedir el mal y el dolor, sí que la humanidad está cada vez más presta a remediarlo una vez que surge. Al fin y a la postre una de las ventajas de los medios y en especial la red al “virtualizar” la solidaridad, es facilitar la colaboración e involucración personal sin apenas sacrificio para quien lo hace, y esto sin duda que tiene grandes efectos en el campo de la solidaridad. A través de la red y de las campañas mediáticas además el espectador puede convertirse en actor anónimo y abrir un espacio en su vida a ejercitar su buena voluntad y sus  sentimientos humanitarios, cosa que en las relaciones corrientes de trabajo y de la vida social apenas tiene cabida. Indirectamente la red nos hace mejores personas, o por lo menos nos permite sentirnos de esa manera. Cualesquiera que sean sus razones, seguramente al padre Ángel le ha debido convencer más su rica experiencia práctica en la que palpa de una forma privilegiada la disposición humanitaria de sus semejantes, que consideraciones teóricas de este u otro tipo y  esto vale especialmente para la segunda parte.
La afirmación de que nuestros gobernantes y en general los políticos son solidarios y sensibles al mal ajeno suena en principio a una broma socarrona o a una treta piadosa de quien sabe por la experiencia de la vida de la importancia de los gobernantes y de los políticos para que la caridad solidaria siga su buen curso, y lo conveniente que resulta un poco de halago y palinodia, pero siempre sin pasarse. Creo sin embargo que en su afirmación predominaba la sinceridad hasta el punto que debería mover a la reflexión. Porque es digna de tal una idea tan contraria a lo que se ha tornado un tópico en el que están de acuerdo el noventa por ciento de los ciudadanos cualquiera que sea su condición e ideología, y en mayor medida cuanto más preocupados y concienciados sobre la cosa pública estén. Cualquiera que se precie ve en la corrupción, la codicia y la insensibilidad de los políticos y los gobernantes la causa de nuestros males y lo que es peor considera que la vocación del político es forrarse e incluso despreciar el sentir de la gente si esto le beneficia a él y sus amigos. Lo mismo cabría decir del círculo de los poderosos en general. Quizá también se pudieran dar algunas razones elementales que aunque contrarias a la experiencia común que muestra y demuestra hasta la saciedad lo emponzoñadas y turbias que bajan las aguas de la vida pública y de la economía, pudieran avalar la confianza que muestra el padre Ángel. Por ejemplo, resulta incoherente atribuir a los representados probas virtudes solidarias y a sus representantes el más vil empeño egoísta como único motivo de conducta, cuando los primeros han elegido libre y voluntariamente  a los segundos y tienen la oportunidad de desdecirse en el momento oportuno. Por otra parte es evidente que en las sociedades avanzadas buena parte de la ocupación del Estado y de los poderes públicos es asegurar un mínimo de servicios, condiciones y oportunidades con carácter general y especialmente para los más débiles, tarea a la que se destinan gran parte de los impuestos de los ciudadanos y de las funciones de la administración. Habría que suponer algo de buena voluntad a los gobernantes aunque sólo sea por el contagio de sus obligaciones. También puede valer la presunción de que quieren obrar honestamente y con vocación de servicio público igual que esto se supone a los jueces, policías, médicos, profesores, bomberos y cualquier servidor público en general, siendo en este sentido inocentes mientras no se demuestre lo contrario. Pero seguramente estos argumentos resultan muy vacíos y abstractos como para que hayan motivado el convencimiento del padre Ángel. Parece como si este convencimiento brotara de una experiencia recóndita y casi inefable de la naturaleza humana. Por ejemplo un prueba de esta experiencia es la afirmación de que la soledad es la enfermedad más grave que puede sufrir una persona y especialmente una anciano.. La fuerza del padre Ángel no deriva de la doctrina y la teología sino de la experiencia viva de su fe. Esta experiencia confirmaría la fe inquebrantable en la bondad del género humano y de cada persona en particular como reflejo de la fe en la bondad divina. Cuando extiende este convencimiento que le ofrece la experiencia diaria a toda la gente en general todo parece en orden, ¿pero no es una ingenuidad hacerlo a quienes a la vista de todos no parecen en buena sintonía con lo mínimo éticamente exigible?. ¿Avala la fe este salto?.
Hay que reconocer en la afirmación del padre Ángel una coherencia de la que carece Rousseau, inspirador del buenismo contemporáneo, cuando sostenía que el hombre “solo” es bueno en soledad, pero malo en sociedad. Quizás jamás algo tan desafortunado haya encontrado tanta fortuna. Por su parte el cristianismo ha vivido atravesado por esta contradicción entre la bondad que el hombre tiene como criatura privilegiada y la evidencia de su afición y abandono al mal y al egoísmo. Por eso, más allá incluso de lo que dijo, hizo y enseñó Jesús, sus seguidores se han sentido obligados a justificar esta contradicción  recurriendo a la influencia de algo tan inefable como el pecado original. Al fin y al cabo el misterio del mal es un misterio inefable. La Ilustración moderna y sus seguidores modificaron los términos pero no la ecuación y la fórmula al sustituir la disposición moral por la organización social, viendo en la mala organización de la sociedad y no en la inclinación personal hacia el mal, la causa de tantas y tan devastadoras desviaciones contra nuestros semejantes. La creencia ilustrada de que se podía visualizar el origen del mal como se sigue la aparición de un catarro ha enredado más el problema de fondo, aunque haya permitido notables avances materiales.
Parece como si el padre Ángel volviera al mensaje cristiano prístino al confiar en la capacidad humana para el bien, cualquiera que sean las circunstancias en las que vive o incluso cuando más desfavorables estas sean. El asunto presenta unas aristas ética-metafísicas muy espesas y casi inabordables, pero es aleccionador para ciertas cuitas ético-políticas. Dos apotegmas inconmovibles del subconsciente colectivo por estos lares y en estos tiempos son que la buena política proviene de la sensibilidad y la buena voluntad de los gobernantes y que la eficaz protección de los necesitados depende de que los gobernantes tengan un acendrado sentido de la justicia y la igualdad. Así valdría la inversa: la mala política es producto de la insensibilidad y la mala fe; la insuficiente protección de los necesitados es producto de la injusticia de los gobernantes y de sus sórdidos intereses. A la inmensa mayoría le cuesta admitir que en materia política valga el dicho, que tan bien se admite para lo cotidiano, de que el infierno está empedrado de buenas intenciones. Dentro de nuestra cultura latina cala muy profundamente la idea de que la buena o mala política es la consecuencia de un posicionamiento moral, sea este favorable a los necesitados y en general al bien común o sea por el contrario favorable a los intereses particulares y a los reclamos de los poderosos, en cuyo caso se tratará, claro está, de inmoralidad lacerante. Pero aun así en toda la cultura occidental, por no remontarnos al mundo de Confucio, no ha dejado de buscarse la clave que conecte con acierto la moralidad del gobernante y la salud de su política. Desde Platón, hasta los consumados liberales que protagonizaron la revolución norteamericana, pasando por Seneca, Maquiavelo, Castiglione, Gracián, el padre Mariana e incluso los liberales ingleses, se ha puesto el acento en la conjunción entre las virtudes del gobernante y su dominio de las reglas del arte político, el sano equilibrio en suma entre moralidad y conocimiento práctico. Pero ya desde la revolución francesa priva la fe en las ideologías, de modo que una política buena y justa resultaría de la aplicación de la ideología correcta. Al político se le mide por su posicionamiento ideológico, dándose por supuesto que esto conlleva ya una determinada posición y valor moral. Así cobra forma el modo de ver de los grupos sociales y relevancia las corrientes de opinión. Para las izquierdas la insensibilidad de las derechas obedece a que su ideología legitima los intereses de los económicamente poderosos y pudientes; las derechas contraatacan achacando a la izquierda las ganas de  aprovecharse de la frustración de los desposeídos para disfrutar del poder. Aunque ya no rijan las condiciones económicas y sociales que dan sentido a este esquema y este se resquebraje y relativice, no es fácil encontrar fórmulas alternativas. Mientras se tilda a los políticos de ser  una clase o secta aparte de la sociedad y de la gente, persiste una cierta fe residual, sino en las ideologías químicamente puras de antaño y en los políticos que las representan, sí al menos en que son la condición mínima de la acción política.
En este punto la aparentemente beatífica impresión del padre Ángel sobre la buena fe de los políticos y su sentido solidario refleja el peso creciente de la caridad en la vida pública, sobre lo que se entiende tradicionalmente por política. Con el peligro de incurrir en eufemismo, la nueva caridad es la propia de la solidaridad horizontal y espontánea de las ONG. Lo curioso es que tienen estas que ir de la mano de la Administración, sin lo cual este movimiento sería prácticamente inviable. Las zozobras del Estado de bienestar y la socialización del sentido de la  justicia renuevan el protagonismo de la caridad y de la iniciativa personal que se ha de ocupar de limpiar los rincones y cerrar los tapones y boquetes de la acción institucional. Paradójicamente uno de los principios inspiradores del Estado del bienestar es que las instituciones públicas se ocupen de lo que antes era un asunto librado a la disposición personal de los individuos. Esto se ha hecho con creces y acreditada eficacia. Pero no es sólo ahora la crisis lo que resucita la iniciativa personal, parece que, por mucho que el Estado mejore su capacidad de ofrecer prestaciones y servicios, siempre va a quedar por detrás de las necesidades cada vez más crecientes de muchas capas de la población. Es una evidencia que la maquina ciega del progreso, y no puede ser más que ciega, crea muchos más problemas de los que puede resolver y que cada solución trae consigo problemas superiores.
El peso creciente de la caridad se proyecta inevitablemente sobre la visión colectiva de los deberes de las instituciones. Igual que las ONG adquieren un papel creciente de servicio público, se ven las instituciones del Estado de bienestar como si cumplieran servicios caritativos. Es lógico que se mida en suma la política desde los parámetros que rigen la caridad aun en su forma renovada y a considerar la acción política en función de la moralidad de los políticos. Todo este panorama refuerza la idea de que la buena política es consecuencia de las buenas intenciones, y de que si hay mala política es porque hay malas intenciones. Como muchos políticos dan sobradas muestras de inmoralidad en los asuntos públicos y como en política cuando las cosas van mal los últimos que pagan son los primeros pecadores, al contrario de lo que se supone que pasa en el cielo en el que los últimos serán los primeros, la idea moralista de la política no puede más que reafirmarse hasta la extenuación. Creo que el padre Ángel apreciaba la buena fe de los políticos al hablar desde la perspectiva de la acción caritativa, ámbito en el que la buena fe es suficiente por escasos medios que se dispongan. La acción caritativa por muy formal que llegue a resultar en algunos casos tiene la virtualidad de revelar el buen corazón que late en cada persona, y advierte lo que hay de persona en cada cual, incluso el político. En la medida que la acción del Estado tiene una componente caritativa, el político puede hacer un hueco para ejercitarse como persona, cualesquiera que sean las reglas del ejercicio del poder. Pero el pueblo sólo puede ver los resultados de ese ejercicio en su piel y en la de sus vecinos, y cuesta comprender que cuando vienen mal dadas haya dentro de los gobernantes y políticos en general un  corazón capaz de latir al unísono de los corazones de sus semejantes. Tal vez la falta de sintonía solo sea aparente. Creo que el padre Ángel aspira a que se respete el ámbito de la caridad, mientras que el pueblo, inevitablemente más ingenuo, pues cada uno está en sus asuntos, quisiera que la política se rigiera por las reglas de la caridad y la fraternidad.

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