La reciente historia de España otorga a Fernando Savater una relevancia
política que seguramente éste nunca hubiera deseado. Nada resulta más incómodo
que tener que proclamar lo obvio, cuando esto resulta engorroso, y
especialmente temerario. Engorroso pues desdice alguno de los cánones de lo
políticamente correcto que avalan una presunta superioridad moral. Temerario,
perdón valiente, por razones obvias. Tanto es así que muchos de los que
presumen de voz prefieren refugiarse en los tópicos de lo políticamente
correcto. La tipología intelectual de Sabater es en apariencia lo más ajeno a
la idea al uso del intelectual comprometido, idea ya desde la revolución
francesa.
Puede que no me engañe del todo al pensar que su vocación más profunda sea refrendar en la filosofía su sentido vitalista de la existencia. Parece como si su sentido de la filosofía fuera la transpiración de su carácter y manera de sentir la vida. Pero su talento prominente es la pedagogía y creo que concretamente la pedagogía pública, ilimitada a todo el mundo. Más que su filosofía, su sentido de la filosofía es indisociable de esta disposición virtuosa. En este caso nunca parece más apropiado eso de que filosofar sea dialogar, pero en este caso un diálogo silencioso con el público a modo de pedagogía popular. Nuestro autor derrocha sensibilidad para percibir la incuria que, por múltiples causas, atenaza la mente colectiva en nuestro país sobre temas bien candentes. Y en coherencia afortunada con ello acierta con el argumento y el símil preciso para elevar la educación moral del público. Lejos de la demagogia, es un alumno ejemplar de los cánones ilustrados. En lo estrictamente filosófico, que ahora nos ocupa, esta dote pedagógica comulga, como se ha indicado, con su sentido de la filosofía, o mejor del filosofar. No es un divulgador al uso que pretenda, por ejemplo, acercar la alta cocina minimalista, porque en el fondo esto no es posible. En realidad invita a la mesa donde presenta con esmero la cocina casera, sabrosa y refinada a la vez, con vajilla moderna. Pero sería injusto por eso considerar a este pensador que te enseña filosofía como un amigo en un bar en medio de una partida de mus, o paseando por el parque, sólo como un divulgador.
Puede que no me engañe del todo al pensar que su vocación más profunda sea refrendar en la filosofía su sentido vitalista de la existencia. Parece como si su sentido de la filosofía fuera la transpiración de su carácter y manera de sentir la vida. Pero su talento prominente es la pedagogía y creo que concretamente la pedagogía pública, ilimitada a todo el mundo. Más que su filosofía, su sentido de la filosofía es indisociable de esta disposición virtuosa. En este caso nunca parece más apropiado eso de que filosofar sea dialogar, pero en este caso un diálogo silencioso con el público a modo de pedagogía popular. Nuestro autor derrocha sensibilidad para percibir la incuria que, por múltiples causas, atenaza la mente colectiva en nuestro país sobre temas bien candentes. Y en coherencia afortunada con ello acierta con el argumento y el símil preciso para elevar la educación moral del público. Lejos de la demagogia, es un alumno ejemplar de los cánones ilustrados. En lo estrictamente filosófico, que ahora nos ocupa, esta dote pedagógica comulga, como se ha indicado, con su sentido de la filosofía, o mejor del filosofar. No es un divulgador al uso que pretenda, por ejemplo, acercar la alta cocina minimalista, porque en el fondo esto no es posible. En realidad invita a la mesa donde presenta con esmero la cocina casera, sabrosa y refinada a la vez, con vajilla moderna. Pero sería injusto por eso considerar a este pensador que te enseña filosofía como un amigo en un bar en medio de una partida de mus, o paseando por el parque, sólo como un divulgador.
Por lo que a su inclinación, o inclinaciones filosóficas, se refiere estas
convienen en parte y contradicen por otra parte esta disposición radical. Su
perfil filosófico no es nítido ni definitivo, es más filosofía de la calle muy
lejos de la filosofía académica al uso. Más que hacer filosofía, filosofa con
la filosofía. Tiene eso sí profundo afecto a la hebra crítica que conecta el
sentido vivencial y social de la filosofía de Voltaire con el individualismo
también social y cívico de los empiristas y liberales ingleses, hasta rematar
en la expresión lúdica que para nuestro
autor debe significar el pensamiento de Nietzsche. Pero quizás su santo patrón,
con perdón, más encomiástico sea O. Wilde por lo que significa de prodigio de
ironía esteticista, ironía por cierto distante de la ironía trágica de un
Kierkegaard o incluso de la ironía del no
muy irónico y más bien vehemente Unamuno. Pero ya los tiempos del puritanismo
victoriano quedan lejos y la ironía apenas puede destacar en un mundo donde lo
primero que se venera es el juego de la transgresión. Quizás por eso el estilo
de nuestro autor, volcado como está por el prurito de despertar al público y dejando
aparte algo tan misterioso como las dotes que convierten por ejemplo a alguien
como Wilde en un genio, sea más incisivamente desnudo que incisivamente irónico.
Pero no menos contundente. Si no me equivoco, su filosofía, si se puede especificar
tal como algo distinto de su sentido de la filosofía y su estilo de filosofar,
tiene el aire de familia del nihilismo contemporáneo, pero eso sí, un nihilismo
simpático, pragmático y hasta social por lo que tiene de comunicativo. Bien
lejos de los devaneos contraculturales, o del antisistemismo tan habitual, profesa
con seriedad una especie de sentido cómico de la vida, abierto a la aventura de
la vida y a glosar la feliz inconsistencia de lo sublimamente serio. Abandonado
al imperio de su pensar, dedicado sólo a sacar punta a la pura actividad de
pensar, seguramente que nuestro autor se hubiera consumado como un acompañante
imprescindible de los profesores de Instituto que se resisten a enmohecerse.
Pero su compromiso político convulsiona estos límites. Claro está, es más
propiamente un compromiso moral con consecuencias políticas. En esto Sabater se
sitúa en la orbita del sentido del compromiso que significan Zola o Camus,
lejos del sentido al uso del intelectual comprometido que es en realidad un
aspirante a monaguillo de Gran hermano. Savater ha sentido el poder de
atracción de la realidad, su crudeza descarnada, en los escarnios e injusticias
que ha sufrido nuestra sociedad flagelada por el terror. Su compromiso con la
realidad de nuestra sociedad no parece obedecer tanto a sus máximas filosóficas
sino a la elemental dignidad personal que comparte con cualquier ciudadano. Dignidad
que se eleva, me atrevo a decir, por encima de las tentaciones escépticas y
relativistas de su pensar filosófico. Si no se queda en casa en este caso no es
por temor a seguir los mandatos de su alma filosófica, sino por un sentido
cívico que se puede afirmar a pesar de la misma. Nuestro autor se toma en serio
lo que los más serios pensadores prefieren relativizar y acierta sobremanera en
saber hacernos ver lo serio de lo que está en juego. Ello pese a que no pueda
evitar ciertos deslices en los que cae, seguramente que debido a las
inevitables infiltraciones de algunas de sus querencias filosóficas y vitales
más espontáneas. Así cuando confunde lo risible y ridículo que puede ser el
pensamiento y el estilo de cualquier totalitarismo con lo repugnante y ominoso
que son sus actos. Una cosa es por ejemplo que los totalitarismos carezcan del
sentido del humor, como comentaba en alguna entrevista, y que la capacidad de
ironizar sobre sí mismo sea un índice de libertad y abertura democrática y la
incapacidad de hacerlo señal casi inequívoca de fanatismo y tiranismo. Otra muy
diferente es que los actos ominosos de estos monstruos puedan ser objeto de
humor o ironía. El notable ironista que fue Churchill bien que lo sabía y ponía
en práctica. Téngase claro que lo que más duele a los terroristas no es que se
bromee sobre ellos sino que se les tome en serio. Pero dejando de lado este
incidente, que en el fondo es anécdota una vez que quien lo comete tiene
ocasión de reflexionar, es preciso tener en cuenta que nuestro autor no sólo
carece de vocación política en el sentido usual de la palabra, es decir de
vocación de mandar, gobernar o dirigir, aunque sea para realizar sus ideas,
sino que se acerca a la teoría política como de soslayo. Lo imprescindible en
suma para robustecer su compromiso ético. Por eso aunque sus intuiciones
políticas no son despreciables y ve lo que realmente está en juego, su visión de la política es más la
de un moralista. Para comprender la política en su dimensión global carece del
imprescindible sentido de la historia y de lo histórico. En esto comulga con la
tendencia dominante en el empirismo inglés, muy profunda pese a que por ejemplo
D. Hume dedicara gran parte de su tiempo a la historia de Gran Bretaña. Tendencia que la ausencia de sentido
histórico propia de la mentalidad de hoy en día, quizá como reacción pendular
frente a la borrachera historicista decimonónica, refuerza y refrenda. La idea
adánica de que todo empieza desde ahora y desde cero y que sólo importa lo que
tenemos delante es bien golosa y se acomoda al ritmo del mundo actual como el
guante a la mano. Pero a veces los guantes nos impiden palpar la realidad
convenientemente y pueden resultar un obstáculo, por ejemplo para conducir
bien. Conviene matizar que el escaso sentido histórico de la teoría política
empirista anglosajona es un lujo que se pueden permitir quienes por encima de
todo tienen muy claro, y no necesitan proclamarlo, que los ideales liberales, o
de cualquier orden político, son consustanciales al bienestar de la sociedad
británica. Es posible que Kant pensara su filosofía política en términos
cosmopolitas, pero la filosofía política anglosajona presenta la ventaja de que
piensan los ideales a ras de suelo, es decir como parte del patrimonio
colectivo nacional de Inglaterra o el Reino Unido y no como una ave que vuela
sin rumbo a la espera de que alguien la pueda cazar en cualquier sitio. Valga
un botón de muestra: Keynes decía que adquirió los papeles póstumos de Newton
no sólo por curiosidad intelectual sino para evitar que la Gran Bretaña pudiera
perder eses patrimonio. Uno de los grandes desastres, especialmente por lo que
tiene de silencioso, de las últimas décadas es la pérdida del sentido de la
existencia de un patrimonio nacional común de los españoles. Lo mejor de la
clase política y de algunos intelectuales prominentes es la defensa del
constitucionalismo, pero incluso en este ámbito hay mucho de complejo de no
caer en el puro y simple patriotismo. El asunto es vidrioso en extremo pero
para nada irrelevante o mero objeto de juego de palabras. Como el fin elemental
de la filosofía es aclarar el sentido de los conceptos para que estos sean
felices instrumentos del pensar, máxime cuando las circunstancias y la historia
enturbian esos sentidos hasta hacerlos irreconocibles, siempre es conveniente
cuidarse de saber lo que uno piensa de verdad y lo que piensa sin haber pensado
suficientemente. Es decir la diferencia entre lo que en el fondo se piensa y lo
que, sin darse cuenta, se dice para quedar bien. En España queda bien reírse de
España, en esto podemos pasar por ser consumadamente irónicos, pero es una
blasfemia imperdonable reírse, siquiera sonreírse, de las partes de España y
especialmente de algunas, aunque sea en algún aspecto menudo. Mejor nos iría si
equilibráramos estos extremos. Por eso es muy difícil que la educación moral y
cívica funcione sino está en correspondencia con una mínima educación política
e histórica. Tal vez si tuviéramos en cuenta este hecho tan elemental sería más
comprensible por qué una gran parte de la opinión pública ha reaccionado,
cuando por ejemplo el terrorismo asesina inmisericordemente, pero se ha puesto de
perfil ante las consecuencias y responsabilidades políticas que esta atrocidad
lleva consigo. Nuestro autor protagonizó una estampa que pudo revertir el curso
de la historia reciente de nuestro país hasta nuestros días, cuando bendijo con
su presencia el acuerdo entre Nicolás Redondo Terreros y Marcelino Oreja. Por
desgracia lo que siguió no fue muy edificante. En el impasse en que nos
encontramos seguramente a la espera de tiempos de zozobra, merece la pena que
sigamos oyendo a quien seguramente quiere mucho más a sus compatriotas de lo
que dice denostar a su patria cuando proclama que su única patria es su
infancia, saltando si saberlo de lo que no tiene sentido en política, y si se
quiere civilidad, a lo que sólo tiene sentido en poesía. Pues claro está una
cosa es el apego a los propios afectos infantiles que nutren toda la vida, y
otra que eso implique excluir de afecto
a la comunidad política a la que se pertenece. Se puede querer a la madre y a
Mozart, pero de diferente manera. ¿Puede haber compromiso moral alguno con la
comunidad sin tener ese elemental afecto por la misma?.
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