jueves, 23 de enero de 2014

ELOGIO CON REGAÑINA A UN PENSADOR COMPROMETIDO



La reciente historia de España otorga a Fernando Savater una relevancia política que seguramente éste nunca hubiera deseado. Nada resulta más incómodo que tener que proclamar lo obvio, cuando esto resulta engorroso, y especialmente temerario. Engorroso pues desdice alguno de los cánones de lo políticamente correcto que avalan una presunta superioridad moral. Temerario, perdón valiente, por razones obvias. Tanto es así que muchos de los que presumen de voz prefieren refugiarse en los tópicos de lo políticamente correcto. La tipología intelectual de Sabater es en apariencia lo más ajeno a la idea al uso del intelectual comprometido, idea ya desde la revolución francesa.
Puede que no me engañe del todo al pensar que su vocación más profunda sea refrendar en la filosofía su sentido vitalista de la existencia. Parece como si su sentido de la filosofía fuera la transpiración de su carácter y manera de sentir la vida. Pero su talento prominente es la pedagogía y creo que concretamente la pedagogía pública, ilimitada a todo el mundo. Más que su filosofía, su sentido de la filosofía es indisociable de esta disposición virtuosa. En este caso nunca parece más apropiado eso de que filosofar sea dialogar, pero en este caso un diálogo silencioso con el público a modo de pedagogía popular. Nuestro autor derrocha sensibilidad para percibir la incuria que, por múltiples causas, atenaza la mente colectiva en nuestro país sobre temas bien candentes. Y en coherencia afortunada con ello acierta con el argumento y el símil preciso para elevar la educación moral del público. Lejos de la demagogia, es un alumno ejemplar de los cánones ilustrados. En lo estrictamente filosófico, que ahora nos ocupa, esta dote pedagógica comulga, como se ha indicado, con su sentido de la filosofía, o mejor del filosofar. No es un divulgador al uso que pretenda, por ejemplo, acercar la alta cocina minimalista, porque en el fondo esto no es posible. En realidad invita a la mesa donde presenta con esmero la cocina casera, sabrosa y refinada a la vez, con vajilla moderna. Pero sería injusto por eso considerar a este pensador que te enseña filosofía como un amigo en un bar en medio de una partida de mus, o paseando por el parque, sólo como un divulgador.
Por lo que a su inclinación, o inclinaciones filosóficas, se refiere estas convienen en parte y contradicen por otra parte esta disposición radical. Su perfil filosófico no es nítido ni definitivo, es más filosofía de la calle muy lejos de la filosofía académica al uso. Más que hacer filosofía, filosofa con la filosofía. Tiene eso sí profundo afecto a la hebra crítica que conecta el sentido vivencial y social de la filosofía de Voltaire con el individualismo también social y cívico de los empiristas y liberales ingleses, hasta rematar en  la expresión lúdica que para nuestro autor debe significar el pensamiento de Nietzsche. Pero quizás su santo patrón, con perdón, más encomiástico sea O. Wilde por lo que significa de prodigio de ironía esteticista, ironía por cierto distante de la ironía trágica de un Kierkegaard o incluso de la ironía del  no muy irónico y más bien vehemente Unamuno. Pero ya los tiempos del puritanismo victoriano quedan lejos y la ironía apenas puede destacar en un mundo donde lo primero que se venera es el juego de la transgresión. Quizás por eso el estilo de nuestro autor, volcado como está por el prurito de despertar al público y dejando aparte algo tan misterioso como las dotes que convierten por ejemplo a alguien como Wilde en un genio, sea más incisivamente desnudo que incisivamente irónico. Pero no menos contundente. Si no me equivoco, su filosofía, si se puede especificar tal como algo distinto de su sentido de la filosofía y su estilo de filosofar, tiene el aire de familia del nihilismo contemporáneo, pero eso sí, un nihilismo simpático, pragmático y hasta social por lo que tiene de comunicativo. Bien lejos de los devaneos contraculturales, o del antisistemismo tan habitual, profesa con seriedad una especie de sentido cómico de la vida, abierto a la aventura de la vida y a glosar la feliz inconsistencia de lo sublimamente serio. Abandonado al imperio de su pensar, dedicado sólo a sacar punta a la pura actividad de pensar, seguramente que nuestro autor se hubiera consumado como un acompañante imprescindible de los profesores de Instituto que se resisten a enmohecerse.
Pero su compromiso político convulsiona estos límites. Claro está, es más propiamente un compromiso moral con consecuencias políticas. En esto Sabater se sitúa en la orbita del sentido del compromiso que significan Zola o Camus, lejos del sentido al uso del intelectual comprometido que es en realidad un aspirante a monaguillo de Gran hermano. Savater ha sentido el poder de atracción de la realidad, su crudeza descarnada, en los escarnios e injusticias que ha sufrido nuestra sociedad flagelada por el terror. Su compromiso con la realidad de nuestra sociedad no parece obedecer tanto a sus máximas filosóficas sino a la elemental dignidad personal que comparte con cualquier ciudadano. Dignidad que se eleva, me atrevo a decir, por encima de las tentaciones escépticas y relativistas de su pensar filosófico. Si no se queda en casa en este caso no es por temor a seguir los mandatos de su alma filosófica, sino por un sentido cívico que se puede afirmar a pesar de la misma. Nuestro autor se toma en serio lo que los más serios pensadores prefieren relativizar y acierta sobremanera en saber hacernos ver lo serio de lo que está en juego. Ello pese a que no pueda evitar ciertos deslices en los que cae, seguramente que debido a las inevitables infiltraciones de algunas de sus querencias filosóficas y vitales más espontáneas. Así cuando confunde lo risible y ridículo que puede ser el pensamiento y el estilo de cualquier totalitarismo con lo repugnante y ominoso que son sus actos. Una cosa es por ejemplo que los totalitarismos carezcan del sentido del humor, como comentaba en alguna entrevista, y que la capacidad de ironizar sobre sí mismo sea un índice de libertad y abertura democrática y la incapacidad de hacerlo señal casi inequívoca de fanatismo y tiranismo. Otra muy diferente es que los actos ominosos de estos monstruos puedan ser objeto de humor o ironía. El notable ironista que fue Churchill bien que lo sabía y ponía en práctica. Téngase claro que lo que más duele a los terroristas no es que se bromee sobre ellos sino que se les tome en serio. Pero dejando de lado este incidente, que en el fondo es anécdota una vez que quien lo comete tiene ocasión de reflexionar, es preciso tener en cuenta que nuestro autor no sólo carece de vocación política en el sentido usual de la palabra, es decir de vocación de mandar, gobernar o dirigir, aunque sea para realizar sus ideas, sino que se acerca a la teoría política como de soslayo. Lo imprescindible en suma para robustecer su compromiso ético. Por eso aunque sus intuiciones políticas no son despreciables y ve lo que realmente está  en juego, su visión de la política es más la de un moralista. Para comprender la política en su dimensión global carece del imprescindible sentido de la historia y de lo histórico. En esto comulga con la tendencia dominante en el empirismo inglés, muy profunda pese a que por ejemplo D. Hume dedicara gran parte de su tiempo a la historia de Gran Bretaña. Tendencia que la ausencia de sentido histórico propia de la mentalidad de hoy en día, quizá como reacción pendular frente a la borrachera historicista decimonónica, refuerza y refrenda. La idea adánica de que todo empieza desde ahora y desde cero y que sólo importa lo que tenemos delante es bien golosa y se acomoda al ritmo del mundo actual como el guante a la mano. Pero a veces los guantes nos impiden palpar la realidad convenientemente y pueden resultar un obstáculo, por ejemplo para conducir bien. Conviene matizar que el escaso sentido histórico de la teoría política empirista anglosajona es un lujo que se pueden permitir quienes por encima de todo tienen muy claro, y no necesitan proclamarlo, que los ideales liberales, o de cualquier orden político, son consustanciales al bienestar de la sociedad británica. Es posible que Kant pensara su filosofía política en términos cosmopolitas, pero la filosofía política anglosajona presenta la ventaja de que piensan los ideales a ras de suelo, es decir como parte del patrimonio colectivo nacional de Inglaterra o el Reino Unido y no como una ave que vuela sin rumbo a la espera de que alguien la pueda cazar en cualquier sitio. Valga un botón de muestra: Keynes decía que adquirió los papeles póstumos de Newton no sólo por curiosidad intelectual sino para evitar que la Gran Bretaña pudiera perder eses patrimonio. Uno de los grandes desastres, especialmente por lo que tiene de silencioso, de las últimas décadas es la pérdida del sentido de la existencia de un patrimonio nacional común de los españoles. Lo mejor de la clase política y de algunos intelectuales prominentes es la defensa del constitucionalismo, pero incluso en este ámbito hay mucho de complejo de no caer en el puro y simple patriotismo. El asunto es vidrioso en extremo pero para nada irrelevante o mero objeto de juego de palabras. Como el fin elemental de la filosofía es aclarar el sentido de los conceptos para que estos sean felices instrumentos del pensar, máxime cuando las circunstancias y la historia enturbian esos sentidos hasta hacerlos irreconocibles, siempre es conveniente cuidarse de saber lo que uno piensa de verdad y lo que piensa sin haber pensado suficientemente. Es decir la diferencia entre lo que en el fondo se piensa y lo que, sin darse cuenta, se dice para quedar bien. En España queda bien reírse de España, en esto podemos pasar por ser consumadamente irónicos, pero es una blasfemia imperdonable reírse, siquiera sonreírse, de las partes de España y especialmente de algunas, aunque sea en algún aspecto menudo. Mejor nos iría si equilibráramos estos extremos. Por eso es muy difícil que la educación moral y cívica funcione sino está en correspondencia con una mínima educación política e histórica. Tal vez si tuviéramos en cuenta este hecho tan elemental sería más comprensible por qué una gran parte de la opinión pública ha reaccionado, cuando por ejemplo el terrorismo asesina inmisericordemente, pero se ha puesto de perfil ante las consecuencias y responsabilidades políticas que esta atrocidad lleva consigo. Nuestro autor protagonizó una estampa que pudo revertir el curso de la historia reciente de nuestro país hasta nuestros días, cuando bendijo con su presencia el acuerdo entre Nicolás Redondo Terreros y Marcelino Oreja. Por desgracia lo que siguió no fue muy edificante. En el impasse en que nos encontramos seguramente a la espera de tiempos de zozobra, merece la pena que sigamos oyendo a quien seguramente quiere mucho más a sus compatriotas de lo que dice denostar a su patria cuando proclama que su única patria es su infancia, saltando si saberlo de lo que no tiene sentido en política, y si se quiere civilidad, a lo que sólo tiene sentido en poesía. Pues claro está una cosa es el apego a los propios afectos infantiles que nutren toda la vida, y otra que eso implique excluir  de afecto a la comunidad política a la que se pertenece. Se puede querer a la madre y a Mozart, pero de diferente manera. ¿Puede haber compromiso moral alguno con la comunidad sin tener ese elemental afecto por la misma?.

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