En un programa televisivo intervenía el más ilustre
psiquiatra español respondiendo a los problemas
psíquicos que los televidentes le consultaban. Una señora de mediana
edad le expuso sus padecimientos, que evidentemente correspondían a un estado
de depresión casi crónico. El psiquiatra y un presentador, una vez enterados,
sugirieron algunos consejos y medidas, que la televidente ya llevaba
practicando desde hacía varios años de tratamiento.
Anteriormente el psiquiatra
y el presentador habían explicado los mecanismos cerebrales de las emociones destacando
su intimidad con la actividad racional. Esto justificaba la necesidad de que la
mente se ocupase en actividades placenteras y gratificantes y se animaba a la señora para ello. Esta
contaba que seguía un tratamiento farmacológico, que hacía muchas actividades,
que tenía relaciones sociales satisfactorias, que cuidaba dos perros desde
hacía mucho y que además tenía muchos momentos de felicidad, pero aun así no
podía salir de su depresión. Vivía dentro de esta como sumergida en una ciénaga
de la que no podía evadirse. Un manto de silencio amenazó el plató, el rostro
del doctor se tornó serio y reflexivo.
Del apuro salió el presentador acompañante instando a la señora a que “tuviera
pensamientos positivos y se propusiese siempre nuevas metas”. Llegó incluso a
animarla a seguir el ejemplo de uno de los inspiradores de la psicología
humanista, el judío V. Frankl superviviente de los campos de concentración y autor de “El
sentido de la vida”, obra transcendental inspirada en la experiencia viva de aquella inconmensurable
tragedia. Seguramente que si la señora
leyese la obra o bien se hundiría en su depresión hasta el abismo o quizás se
abriría a un conocimiento del mundo que le estimularía a conocerlo más. En eso
caso podría empezar a superar la
depresión por el conocimiento y la sabiduría, pero no era la intención del
presentador llevarla por ese camino.
La anécdota resulta insignificante si la tomamos
como un caso entre millones que muestra la necesidad de recurrir a los técnicos
y a las terapias de todo tipo, entre las
que cuentan las consultas mediáticas y
los libros de autoayuda, para arreglar la vida, o al menos la mente y las
pautas de conducta de lo que depende parte de la vida. La psicología contemporánea concibe la mente y
la conducta humana en los mismos términos que la medicina concibe la salud, los
dietistas la alimentación, y los abogados los pleitos, como un asunto que
depende de soluciones técnicas y expertas. La psicología así entendida florece en una sociedad en la que
la insatisfacción, la frustración y la ansiedad son monedas corrientes, sin que
las relaciones sociales y personales ofrezcan boyas a las que agarrarse. Parece
imprescindible el recurso a la intervención anónima y que ésta en el mejor de
los casos se personalice tratando de hacer la vez del contacto personal de la
que se carece. Pero la psicología sólo puede ayudar a pasarlo bien o en el mejor de los casos a que
el interesado se convenza de que es capaz de hacer cosas de las que tendría que
sentirse orgulloso.A facilitar una felicidad pret a porter, si ella fuera posible. Por muy provechoso que
resulte el empeño es imposible que esto roce lo que abordaba la
experiencia de V. Frankl, el sentido de la vida. Los técnicos pueden asistir la
intendencia pero no hacer que el asistido disfrute con la comida sino tiene
ganas de comer. Llegados a este punto el problema es que la psicología y la
psiquiatría son refractarias a la evidencia de que son sólo, lo que no es poco,
un instrumental técnico y como tal no pueden ir más allá de lo que la técnica y
el conocimiento científico puede resolver. Esto en el campo de la existencia
humana, en la que decide la libertad y la relación con el mundo,
fundamentalmente con los semejantes, afecta a las ramas pero no a las raíces y
al tronco. La vida es pobre y depresiva si carece de sentido, pero no hay
técnica que lo proporcione. Esta carencia natural resulta cruel en nuestro
mundo, nuestro modelo civilizatorio aporta muchos medios pero pocos fines,
dejando a cada uno la responsabilidad de arreglarse consigo mismo. No tiene
porque ser esto lo normal ni lo más coherente con la naturaleza humana. Somos
seres libres y sociales a la vez, lo que no es fácil de conjugar. Como ser
libre sólo uno mismo puede encontrar el sentido de su vida, pero como seres
sociales la vida sólo tiene sentido si cada uno encuentra una guía que le
permita participar de las aspiraciones profundas de sus semejantes. Y esto
requiere que haya propósitos y sentimientos comunes. El problema es personal y
social a la vez. La psicología se despista y despista cuando cree que los
problemas de la vida y de la felicidad son sólo los que están a su alcance, es
decir los que se pueden resolver mediante un conocimiento y destreza técnica.
Pero hay problemas reales aunque sean irresolubles, y seguramente uno de ellos,
no poco importante, es el del sentido de la vida. Sobre nuestra cultura y la
conciencia de nosotros mismos pesa la maldición que lanzó el filósofo vienés L.
Wittgenstein en la primera mitad del pasado siglo: que los problemas
irresolubles son falsos problemas. Las técnicas científicas que actúan sobre la
mente y la conducta humana aplican este precepto de forma inflexible y literal,
sin advertir que para Wittgenstein lo importante empezaba cuando acababa lo que
podemos resolver. Sólo la poesía o la mística era capaz de adentrarse en lo que
para él era recóndito e inefable. No parece que V. Frankl tratara de encontrar
en su obra el sentido de la vida, ni menos aún incitase a seguir unas pautas de
comportamiento. Más bien expresaba el
milagro de que la vida evidenciara su poder de elevarse sobre las ruinas a las
que lleva el sinsentido y la maldad. Hoy la felicidad es un asunto personal sin
apenas contenido moral, parece circunscribirse a las sensaciones que depara
cada momento y al logro de las pequeñas metas, tal vez grandes para cada uno,
que nos proponemos. Pero por lo que parece también esta pequeña felicidad que
prescinde del valor de la vida puede ser harto problemática.
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