"La
cohabitación de lo radiante con la tortura, del esplendor con la
abyección distinguen la percepción y la representación occidentales tras
la vida y Pasión de Cristo de las de la Antigüedad".
( G.Steiner. Gramáticas de la creación).
En una exposición denominada “el barroco exuberante” me llamó la
atención un videomontaje de la artista Cristina Lucas. Era una pseudo confesión
real en la catedral de Madrid. La artista simulaba confesarse, al menos cara
afuera, mientras, a lo que parece, para el sacerdote iba en serio. El video no
tiene desperdicio. Se mueve entre la ridiculización de la Iglesia, deporte nacional muy
en boga, y los sinceros sentimientos que parecía tener la autora. Tiene su
gracia por la disparidad de registros entre el confesor y la confesante, a modo
de un diálogo de besugos. Uno se preocupa por la salvación del alma de la
confesada, ésta por la salvación del arte católico, o mejor por la salvación de
la Iglesia
para el arte. Pero la temática era de interés y novedosa, aunque al confesor le
resultaba inhóspita y desconcertante. No obstante salía del paso con todo el
sentido común posible para la ocasión. ¿Por qué la Iglesia está de espaldas
al arte contemporáneo y es incapaz de acoger en su seno obras maestras de este
tenor?, se preguntaba y criticaba la artista. “Hija, lo importante es seguir el
ejemplo de Cristo en la vida”, respondía el confesor. Pero entre las muchas
preguntas no apareció la que me parece más digna de hacerse. Me refiero a que
el arte cristiano no se ha comprometido en responder al infierno del siglo XX,
cuyo hito es el Holocausto. Sin duda además la monstruosidad más ignominiosa de
la historia del género humano. No deja de ser lógico que el tema no saliera
porque la artista se mueve en las coordenadas de la historia reciente de
España, dominada por la guerra civil y sus consecuencias, al que esto no deja
de tocar de refilón. Pero este es otro tema. Precisamente el hecho de que
Cristo crucificado sea el símbolo más cabal de la humanidad doliente, unido a
que es la fuente de inspiración de todo el arte católico occidental, debiera
hacer de ello un cauce idóneo para
acometer esta inquietud. O por lo menos para inspirar una reacción estética.
Desconozco por qué tanta agua se ha escurrido entre los dedos. Pero caben
varias conjeturas elementales. La primera es la necesidad primaria del mundo de
olvidar las atrocidades padecidas para
salir adelante y vivir con alegría. La segunda es la transformación de los
símbolos de arte cristiano, especialmente la pasión y crucifixión, en una
fórmula rutinaria y en un mero símbolo del ritual, agotando su espíritu vivo
llamado en principio a movilizar las conciencias. En tercer lugar el hecho
incontestable de que las dimensiones del horror sobrepasan cualquier forma de
expresión estética o poética, como si todo lo que no sea silencio resulta un
vano ejercicio de afectación indecoroso. Pero aunque todo esto sea cierto, es
imposible no responder estéticamente,
como demuestran muchas víctimas de los campos de exterminio empeñadas en
traducir sus sentimientos y percutir la memoria de la humanidad. El problema
estético, la obra de arte, que es al fin y al cabo el eco de la conciencia,
pero eco inextinguible, se realza si cabe si lo vinculamos con la actitud
práctica de la Iglesia.
Con la barbarie nazi, nunca se ha puesto
más a prueba por la misión que se da a sí misma de baluarte de la dignidad
humana, y nunca su respuesta ha sido más decepcionante. No tiene sentido
preguntarse cristianamente cómo Dios pudo consentir tanta maldad, sino viene al
caso preguntarse primero cómo es posible que la Iglesia transigiera ante
la hondura del mal con “silencio discreto y sentido de la responsabilidad
histórica”. Al fin y al cabo Dios está en el cielo, pero la Iglesia en la tierra y los
hombres son libres. En lo que al arte plástico se refiere, es indudable que las
llamas del infierno del siglo XX ha traspasado el arte contemporáneo y que este
sería incomprensible sin este impacto. Baste como botón de muestra la obra de
M. Chagall, D. Bacon, F. Kahlo….etc, y en España Millares, Antonio Saura, la escultura
de Larrea…etc. Son formas estéticas carcomidas por el horror, con independencia de lo que las motiva inmediatamente. Así es inevitable que esta mácula reverbere
como una radiación de fondo. Como también es inevitable a la vez que artistas
de sensibilidad cristiana tropiecen de bruces ante esta conmoción. ¿Cómo no pensar en la obra
de Foujita en la Chapelle
de Reims, o la de G. Rouault?. Son respuestas donde el crucificado hunde sus
raíces en el subsuelo de la miseria y el horror, en la línea del
Cristo de Matías Grunewald del siglo XVI, que parece retorcerse desde la tierra
como un espantoso vegetal. Todo apunta a que igual que el arte cristiano del s.
XX ha sufrido una prueba de fuego, esta no ha sido nada comparada con la que ha
sufrido la Iglesia. Su ánimo evasivo se ha trasladado al arte. Al
igual que el Cristo crucificado de San Juan de Dalí se eleva hasta casi el
infinito como un ser galáctico, la
Iglesia contemporánea parece también ascender por encima de
los despojos del siglo, como si pretendiera de esa manera ser un faro de esperanza,
pero también como si buscara preservarse por encima de la marcha del mundo. Tal
vez estas dudas que el arte trasluce, sin proponérselo normalmente, originen
esa incomodidad en la que vive más que el
arte, la Iglesia,
aunque claro repercuta en los artistas con sensibilidad moral y religiosa. Por
encima de la crisis que ha podido suponer para el catolicismo estético la
secularización del arte, es claro que lo que puede haber de arte cristiano no
puede ser indiferente a los retos que afectan a la médula del cristianismo. El
ornamentalismo no es lo suyo.
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