miércoles, 11 de septiembre de 2013

EL ARTE ANTE EL INFIERNO. EN RECUERDO DE G.STEINER


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"La cohabitación de lo radiante con la tortura, del esplendor con la abyección distinguen la percepción y la representación occidentales tras la vida y Pasión de Cristo de las de la Antigüedad".
( G.Steiner. Gramáticas de la creación).

En una exposición denominada “el barroco exuberante” me llamó la atención un videomontaje de la artista Cristina Lucas. Era una pseudo confesión real en la catedral de Madrid. La artista simulaba confesarse, al menos cara afuera, mientras, a lo que parece, para el sacerdote iba en serio. El video no tiene desperdicio. Se mueve entre la ridiculización de la Iglesia, deporte nacional muy en boga, y los sinceros sentimientos que parecía tener la autora. Tiene su gracia por la disparidad de registros entre el confesor y la confesante, a modo de un diálogo de besugos. Uno se preocupa por la salvación del alma de la confesada, ésta por la salvación del arte católico, o mejor por la salvación de la Iglesia para el arte. Pero la temática era de interés y novedosa, aunque al confesor le resultaba inhóspita y desconcertante. No obstante salía del paso con todo el sentido común posible para la ocasión. ¿Por qué la Iglesia está de espaldas al arte contemporáneo y es incapaz de acoger en su seno obras maestras de este tenor?, se preguntaba y criticaba la artista. “Hija, lo importante es seguir el ejemplo de Cristo en la vida”, respondía el confesor. Pero entre las muchas preguntas no apareció la que me parece más digna de hacerse. Me refiero a que el arte cristiano no se ha comprometido en responder al infierno del siglo XX, cuyo hito es el Holocausto. Sin duda además la monstruosidad más ignominiosa de la historia del género humano. No deja de ser lógico que el tema no saliera porque la artista se mueve en las coordenadas de la historia reciente de España, dominada por la guerra civil y sus consecuencias, al que esto no deja de tocar de refilón. Pero este es otro tema. Precisamente el hecho de que Cristo crucificado sea el símbolo más cabal de la humanidad doliente, unido a que es la fuente de inspiración de todo el arte católico occidental, debiera hacer  de ello un cauce idóneo para acometer esta inquietud. O por lo menos para inspirar una reacción estética. Desconozco por qué tanta agua se ha escurrido entre los dedos. Pero caben varias conjeturas elementales. La primera es la necesidad primaria del mundo de olvidar  las atrocidades padecidas para salir adelante y vivir con alegría. La segunda es la transformación de los símbolos de arte cristiano, especialmente la pasión y crucifixión, en una fórmula rutinaria y en un mero símbolo del ritual, agotando su espíritu vivo llamado en principio a movilizar las conciencias. En tercer lugar el hecho incontestable de que las dimensiones del horror sobrepasan cualquier forma de expresión estética o poética, como si todo lo que no sea silencio resulta un vano ejercicio de afectación indecoroso. Pero aunque todo esto sea cierto, es imposible no  responder estéticamente, como demuestran muchas víctimas de los campos de exterminio empeñadas en traducir sus sentimientos y percutir la memoria de la humanidad. El problema estético, la obra de arte, que es al fin y al cabo el eco de la conciencia, pero eco inextinguible, se realza si cabe si lo vinculamos con la actitud práctica de la Iglesia.  Con la barbarie nazi, nunca se ha puesto más a prueba por la misión que se da a sí misma de baluarte de la dignidad humana, y nunca su respuesta ha sido más decepcionante. No tiene sentido preguntarse cristianamente cómo Dios pudo consentir tanta maldad, sino viene al caso preguntarse primero cómo es posible que la Iglesia transigiera ante la hondura del mal con “silencio discreto y sentido de la responsabilidad histórica”. Al fin y al cabo Dios está en el cielo, pero la Iglesia en la tierra y los hombres son libres. En lo que al arte plástico se refiere, es indudable que las llamas del infierno del siglo XX ha traspasado el arte contemporáneo y que este sería incomprensible sin este impacto. Baste como botón de muestra la obra de M. Chagall, D. Bacon, F. Kahlo….etc, y en España Millares, Antonio Saura, la escultura de Larrea…etc. Son formas estéticas carcomidas por el horror, con independencia de lo que las motiva inmediatamente.  Así es inevitable que esta mácula reverbere como una radiación de fondo. Como también es inevitable a la vez que artistas de sensibilidad cristiana tropiecen de bruces ante esta conmoción. ¿Cómo no pensar en la obra de Foujita en la Chapelle de Reims, o la de G. Rouault?. Son respuestas donde el crucificado hunde sus raíces en el subsuelo de la miseria y el horror, en la línea del  Cristo de Matías Grunewald del siglo XVI, que parece retorcerse desde la tierra como un espantoso vegetal. Todo apunta a que igual que el arte cristiano del s. XX ha sufrido una prueba de fuego, esta no ha sido nada comparada con la que ha sufrido la Iglesia. Su ánimo evasivo se ha trasladado al arte. Al igual que el Cristo crucificado de San Juan de Dalí se eleva hasta casi el infinito como un ser galáctico, la Iglesia contemporánea parece también ascender por encima de los despojos del siglo, como si pretendiera de esa manera ser un faro de esperanza, pero también como si buscara preservarse por encima de la marcha del mundo. Tal vez estas dudas que el arte trasluce, sin proponérselo normalmente, originen esa incomodidad  en la que vive más que el arte, la Iglesia, aunque claro repercuta en los artistas con sensibilidad moral y religiosa. Por encima de la crisis que ha podido suponer para el catolicismo estético la secularización del arte, es claro que lo que puede haber de arte cristiano no puede ser indiferente a los retos que afectan a la médula del cristianismo. El ornamentalismo no es lo suyo.

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