Las naciones son realidades históricas, no
entes metafísicos. Se asemejan más a una bola de nieve que rueda ladera abajo
que a un megalito que permanece inmutable al paso del tiempo. Buscar la esencia
y el origen de una nación es como tratar de dar con los copos de nieve que la
originan. Lo mismo cabe decir sobre su destino, es vano esperar que el rodar de
la bola de nieve obedezca a un fin o una meta. Es la misma continuidad del
movimiento lo que le da consistencia y la hace parecer como un ente acabado desde
siempre, pero su sustancia es todo lo que reincorpora y agrega en su
movimiento, en la medida que todo lo incorporado deja de ser material extraño
para tornarse fundamento para la continuidad de este movimiento. Recordando a
Ortega y Gasset la nación no es la
extensión de un núcleo homogéneo que se repite en todos sus partes por igual,
es la unificación constante de realidades diversas y dispares que llegan a
alcanzar una cierta armonía y cohesión. Hay naciones que tienden a depurar lo
diverso, otras, España es un caso ejemplar, que depuran lo homogéneo sin llegar
a suprimirlo, y sobreviven en la tensión entre sus partes. Pero que el contorno
de la nación se tale a través de las más diversas y azarosas contingencias
históricas, no significa que su realidad, es decir su presente, sea algo informe
y modificable como un trozo de plastilina o desmontable como un puzzle. Los que
creen en tal presunta artificialidad dejan todo a expensas de la voluntad del
momento, pero aunque los vínculos presentes tengan un origen en parte fortuito y
azaroso, igual que una persona pudo nacer de una noche loca que ni siquiera los
amantes recuerdan, esos vínculos son el arranque de las múltiples posibilidades
de felicidad y de vida de cada sociedad. Constituyen en definitiva el cedazo
del que parte la existencia colectiva. Por muy
sospechosa que sea su paternidad lo que legitima a la nación es que esta
sea en la práctica una unidad de convivencia, en el que la convivencia entre
las partes ofrece a los ciudadanos de todas las partes más posibilidades de
felicidad y justicia que cada parte ofrecería por separado. Hacen falta razones
muy poderosas, más poderosas que la apelación a esencias y orígenes vaporosos que
sólo los triunfadores pueden reconocer y comprender al imponerlas, para deshacer
la bola de nieve si esta ampara y recoge los derechos ciudadanos y los vínculos
históricos que permiten las relaciones humanas. Siempre que el todo sea una
unidad de convivencia y de derecho razonable, en caso de conflicto corresponde
a la parte que quiere separarse la carga de la prueba. Su legalidad histórica provendría
de su triunfo político, pero su legitimidad moral de que pueda ofrecer razones
convincentes de que los motivos de distinción sólo pueden salvarse
separadamente y de que los motivos de unidad no son beneficiosos para todos,
incluidos quienes los desprecian e impugnan. En política importa lo primero y
apenas lo segundo puede mover a hilaridad, pero aquí no hablamos de política
sino de convivencia.
Incorporo apuntes de Filosofía de primero y segundo de Bachillerato a palo seco que sólo tienen sentido como punto de arranque para comentar y dialogar, cosa que intenté en mis clases quizás con algo de voluntad y no mucho acierto. También introduzco comentarios y sugerencias más otoñales que primaverales por si hubiera algo que filosofar. La ilusión declina cuando se pasa del asombro a la perplejidad. Pero tal vez también el pensamiento escriba recto con reglones torcidos.
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