jueves, 22 de agosto de 2013

EL GRAN MASTURBADOR POSTMODERNO.





Una de las tendencias más prominentes del pensamiento postmoderno hunde sus raíces en  las ensoñaciones rousseaunianas hasta el punto que  es en gran parte un pensamiento postrousseauniano. Es roussoniano en tanto que ve la sociedad como un aparato constrictivo de la individualidad. La supresión de la costra normativa que gobierna las relaciones sociales es la condición necesaria de la liberación del individuo. Mientras para Rousseau quedaría libre la buena  voluntad pervertida hasta el egoísmo, la postmodernidad apuesta por la liberación de la energía creadora, que es el único atributo no contaminado de la individualidad. La conciencia moral que para Rousseau es el centro irreductible de la personalidad sería también para la postmodernidad una construcción normativa por la que el individuo queda al servicio de la sociedad, es decir de los poderes anónimos coactivos. La postmodernidad no puede creer por ello en la capacidad de los individuos para concertarse en un cuerpo político del que dependan las normas y reglas sociales. La libertad del individuo sólo puede emerger por un movimiento de deconstrucción de las reglas que afectan a la realidad personal, deconstrucción que ha de concretarse en el movimiento simultáneo de construcción inédita de la propia subjetividad. Como el ABC de esta actividad es la ausencia de modelos, ya que esto marca la dependencia que hay que deconstruir, la reconstrucción de la subjetividad es un movimiento auto modélico llamado a exprimirse hasta el límite de al autosatisfacción. De esta manera se cuida de caer en los desvaríos totalitarios a los que la fe rousseauniana en la voluntad general es tan proclive, pero a costa de dejar malparado el instinto social, como si esto también fuera  una construcción convencional al servicio de los intereses dominantes. El ideal postmoderno ya tiene cada vez menos que ver con el superhombre nietzscheano, desde el momento que esta idea veía en la tarea deconstructiva un medio al servicio de un interés normativo que suena a nuevos delirios coactivos. El verdadero ideal podría ser el “Gran masturbador” que imagina Dalí, para el que todas  las células de la persona son los más microscópicos homúnculos de uno mismo. Nada de uno mismo puede escapar a la propia creación, en un movimiento en el que crearse es también autoconsumirse. Se puede decir que no en vano la obra de Dalí inspira los alientos más secretos de la postmodernidad. Este borra la diferencia entre la persona y el personaje y presenta la obra como la encarnación de la creación de sí mismo. Las Meninas preludiaron la visión moderna por la que la obra al salir de las manos del autor era propiedad del público. Dalí pretende que el público se sumerja en la obra como si fuera la masa que sigue los designios del gran líder, que habla a través de su obra y no es más que la expresión del autor. El personaje Dalí abarca toda su obra y queda presente en ella sin poder nada más adherirse a ello. El aura de la obra es el mismo autor como personaje de sí mismo. El público es el alimento que la obra deglute y transforma en parte de sí misma. Pero aunque obedezca al mismo espíritu provocador y transgresor del Dadaísmo, la postmodernidad no aspira a aguijonear con sus desplantes a la sociedad, para  que esta se vea ante el espejo de su deformidad como Dorian Grey. Después del Holocausto la pretensión de alterar el orden moral mediante la irreverencia estética suena a obscena frivolidad. Por otra parte  la postmodernidad como retoño predilecto de la sociedad consumista dedicada a  masturbarse cotidianamente, asume  la familiaridad de esta con el afán de novedades, la asimilación de cualquier iniciativa social como parte de un espectáculo que no es otra cosa que mero espectáculo. No hay lugar para la catarsis que Aristóteles asignaba como la principal función del drama, y por extensión a la obra de arte. Se trata de jugar con el afán de novedades, de la misma forma que los grandes modistos juegan con el público. Estos atraen y seducen de la misma manera que se hace creer a quienes juegan a sentirse provocados que son los verdaderos artistas cuando lucen sus prendas.

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