El
pensamiento de S. Agustín, (s.V d C.) es la máxima expresión del platonismo
cristiano, dominó toda la filosofía
medieval cristiana hasta el siglo XIII con la irrupción del Aristotelismo
cristiano (S. Alberto y Sto. Tomás de
Aquino). S. Ag., que se apoya en las categorías filosóficas de Platón (por vía
de Cicerón y Plotino), elaboró
aspectos fundamentales de la fe cristiana y situó al cristianismo en la
perspectiva de la filosofía de una forma original y especialmente atenta a los
sentimientos universales de los seres humanos.
La
fe y la razón tienen por objeto conocer la verdad plena y están llamadas a colaborar y
complementarse en esa tarea. La fe tiene que gobernar sobre la razón pero no
precisa imponer nada pues con su ayuda la razón puede comprender lo que por sí
sola no sería capaz. Sus máximas son “entiende para creer, cree para entender”,
“si no crees no entenderás”.
La
verdad es única, inmutable, eterna. El único ser que detenta esas cualidades es
Dios como ente perfecto, que Agustín concibe a la manera platónica como
“esencia pura”. Todas las verdades universales sobre la realidad tienen su
razón de ser en Dios.
¿Pero
como conocemos la verdad?.La doctrina
agustiniana consiste en el iluminismo
o teoría de la iluminación, planteamiento con el que adapta la reminiscencia
platónica a la noción cristiana del hombre y de Dios.
El
hombre esta compuesto de cuerpo y alma. Pero más precisamente siguiendo a
Platón “el hombre es un alma que se sirve del cuerpo”. Por nuestros sentidos
corporales sólo conocemos lo cambiante y perecedero. El alma, en esencia poder
espiritual, tiene que trascender a las sensaciones y encontrar en sí misma la verdad, es decir lo inteligible. “No
busques fuera de ti, en el interior del alma habita la verdad”.
El
alma encuentra en sí misma primero la noción del tiempo que es una construcción mental debida al poder de
recordar y no un dato objetivo que representaría una cualidad de las cosas
externas. Hay pasado porque recordamos, de la misma manera que hay futuro
porque lo anticipamos. El presenten en el fondo no existe sino como
intersección entre el pasado y el futuro, se fuga al intentar captarlo. Dice
Ag. que el tiempo es la “distensión del espíritu”.
En
segundo lugar encuentra dentro de sí la evidencia del propio yo, y por ello de
la propia existencia, evidencia que resiste al más radical escepticismo negador
de la verdad. “Si me equivoco, existo”.
En
tercer lugar el alma encuentra dentro de sí las verdades universales necesarias,
inmutables y eternas. Primero las verdades matemáticas y lógicas (principio de
no contradicción), luego las Ideas
platónicas.
Ahora
bien ¿como es posible que siendo yo limitado, mortal y colmado de
imperfecciones posea esos conocimientos tan perfectos y eternos? La razón es
que esos conocimientos provienen de Dios que me ilumina guiándome. Es el amor a
Dios, la verdad suprema, la fuerza que me permite profundizar en las verdades hasta encontrar su raíz en Dios, pues sólo en el hay completa inmutabilidad. Dios se concibe
así como esencia pura a la que el hombre accede conociéndose así mismo pero con
la ayuda indispensable de su iluminación.
La
mente Divina como esencia pura contiene
las Ideas, que son el plan del Universo
y las “razones seminales” de todas las cosas que existen. El universo es
obra de la creación divina a partir de la nada, frente a los principios de la
filosofía griega. Todo ha sido creado de una sola vez dando comienzo el tiempo
y la formación y transcurrir del
Universo en el que se desarrollan las “razones seminales”, siendo el Universo
en suma el despliegue en el tiempo de las
Ideas. Este despliegue se desarrolla en la materia que como tal forma
parte del plan divino como parte inseparable de la realidad y que cobra forma
conforme este plan se lleva a cabo.
Ontológicamente
hablando hay un abismo entre Dios y las criaturas. Dios es necesario , perfecto e
inmutable, mientras las criaturas son contingentes,
mortales, cambiantes, imperfectas, pero no así su esencia que proviene de Dios
y que subsiste en Dios. Pero a diferencia del dios impasible e indiferente de
la filosofía aristotélica el dios de
S.Ag. interviene con su providencia
en la marcha del mundo y en el cuidado de las criaturas al proveer la ejecución
del plan contenido en las Ideas.
Pero
dado que la imperfección el daño y el dolor
e incluso el mal es parte del mundo ¿no es Dios, la causa del mundo,
responsable del mal? Y si lo es ¿cómo puede ser perfectamente bueno?.
Responder a esta pregunta completamente requiere tratar sobre la naturaleza humana. Distingue entre
el mal físico (ontológico) y el mal moral (que tiene que ver con el hombre). El
mal físico, el dolor e imperfección del universo, nada tiene que ver con la
materia que en sí es buena por ser obra de dios y necesaria para la realización
del plan divino. En realidad el mal físico o cósmico no existe como tal (es
decir como algo determinado)<se distancia en este punto del maniqueísmo que
había profesado en su juventud> sino que es sólo la “privación del bien”, lo
que falta de perfección absoluta, que sólo corresponde a Dios, a las cosas.
Pero estas en lo que son y en todo lo que son, son buenas.
El
hombre siendo compuesto de cuerpo y alma tiene en el alma su verdadero poder y
realidad. El alma humana es una imagen de dios, pero no está en el cuerpo como
castigo y como si este fuese una cárcel, sólo que se realiza a través del
cuerpo. El alma es estrictamente personal
y no tiene sentido así la reencarnación en otro cuerpo. Su único destino
después de la muerte y la salvación es
contemplar a Dios.
¿En
qué forma el alma es imagen de Dios? Lo propio del alma humana es recordar, entender y amar. El alma es,
ante todo, un pensamiento de donde brota un conocimiento en que dicho
pensamiento se expresa, y de su relación a este conocimiento surge el amor que
se tiene. Esto es una imagen de la trinidad
divina: la memoria y el pensamiento es imagen del padre, el entendimiento que conoce es imagen del
hijo, y
el amor a ese conocimiento es imagen del espíritu santo.
El
mal moral es obra y responsabilidad exclusiva del hombre pues ha sido creado
libre por Dios. La libertad es la posibilidad de elegir entre el bien y el mal.
El mal no consiste en inclinarse hacia lo material y lo sensible sino en
preferirlo a Dios. Concibe así el mal como pecado
o falta contra Dios. Al obrar así el hombre hace mal uso de su libertad.
Para Ag. esto no es casual pues el
hombre por su imperfección es proclive a corromperse y dejarse llevar por los
bienes materiales. Ag. ve en el pecado
original que se transmite a toda la especie el motivo de esta inclinación
irrefrenable. En el fondo la apelación al pecado original supone el
reconocimiento de que la fuerza del mal en la vida humano tiene una explicación
racional: ni se debe a es sea la naturaleza
humana, lo que haría responsable a Dios por haber creado al hombre así, ni al
simple uso de la libertad, ya que no tiene sentido que prefiramos el mal si
podemos elegir el bien. Consecuentemente
Ag. califica esta atracción del mal como “mysterium inefable”. El hombre
por sí solo no puede superar el poder del mal y precisa de la ayuda de la gracia divina para hacer buen uso de su libertad y dirigir su vida
hacia el fin supremo y la verdadera felicidad que es la contemplación de Dios.
Pero
el destino personal es parte del destino colectivo de la humanidad. S. Ag.
plantea por primera vez una concepción
histórica de la existencia humana, frente al naturalismo griego que
entiende la vida humana como la repetición constante y eterna de un mismo
ciclo, tal como ocurre con el movimiento de los planetas y de la naturaleza. La historia no es una
mera sucesión de hechos, sino que tiene una clave,
una meta y un sentido. La clave que permite comprender todos los hechos
humanos es la lucha entre la ciudad de dios y la ciudad humana o terrenal, lucha que equivale a escala colectiva a la pugna
que se da en el interior de cada persona entre el bien y el mal, entre lo
espiritual y lo material. La historia es el escenario en el que pugnan la
ciudad terrena, que representa Roma, con
su inclinación al poder, el bienestar material, el egoísmo, y la Ciudad de Dios que
representa la fraternidad, la bondad y los bienes espirituales. El fin o la
meta de la historia es el triunfo definitivo de la Ciudad de Dios, que implica
la salvación de la humanidad. El sentido de la historia es el avance en cada
momento de la Ciudad
de Dios ante la resistencia de la ciudad terrena.
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